Una Excursión al Monte Tina
Diciembre 1945
por el Dr. FEDERICO W. LITHGOW CEARA
Adaptado de “Relatos del Dr. Federico W. Lithgow Ceara. 1979. Boletín de la Sociedad Dominicana de Geografía. Vol. VIII, No. 8“
Transcripción de Fritz José Pichardo Marcano.
Biografía de Lithgow Ceara
Llegó diciembre y con sus primeros días la inquietud se apoderó de mi ánimo. Los días de Pascuas marcan en el calendario de mi vida la época dedicada a las vacaciones en nuestras montañas, y era preciso pensar ya en la futura excursión del año.
Ocho meses de forzado reposo por una artritis de la rodilla izquierda, la atrofia notoria de los músculos del muslo provocada por el mismo quebranto y la falta de todo entrenamiento, eran motivos sobrados para quitarme toda esperanza de escalar montañas a pie y visitar algunos de los picos no visitados todavía y que ardo en deseos de conocer.
Sólo me quedaba el consuelo de una excursión que pudiera efectuarse totalmente a lomo de mulos. Tomé el mapa de la República y el gran macizo de nuestra Cordillera Central me robó los ojos. Tracé el siguiente itinerario que me permitiría ver desde todos los ángulos los hermosos picos de La Rusilla, Pico Trujillo y La Pelona: Los Montones, Rincón de Piedra, Rancho al Medio, Loma de la Diferencia junto al Tambor, San Juan de la Maguana, Constanza, Jarabacoa, Manabao, Jumunucú, Baitoa y Santiago. Quince días bastarían para tan extenso viaje, lleno de bellos paisajes al decir de los que lo han hecho, y practicable en mulos, sin tener que caminar a pie. Me dediqué inmediatamente a buscar los amigos que debían acompañarme, siéndome fácil conquistar al Lcdo. Plácido Montero y al Dr. Bueno, modelos de buena compañía. Quise agregar a otro amigo amante de estas locuras, y una noche visité al ingeniero Luperón Flores para hacerlo partícipe de mis sueños. No podría acompañarme probablemente: el trabajo y el amor son los grandes enemigos del alpinismo. La esposa que ve a su compañero camino de La Rusilla, se siente medio viuda; la novia… piensa que la aguarda y la tarea fastidiosa buscar otro novio; el patrón que ve a su empleado en estas aventuras, lo cree flojo de juicio, incapaz de toda labor serena. El ingeniero Luperón es alto empleado de una poderosa industria y además lo aguardaba un agradable cambio de estado en el breve término de un mes: se casaba. Regresaba a casa medio triste cuando inesperadamente choqué con un hidrante que la obscuridad disimulaba. El choque fue violento; entre el filo de la cresta tibial y el hierro, los tejidos blandos se desgarraron, periostio inclusive, empurpurándose zapato y pantalón. La Compañía Eléctrica, felizmente, nada tuvo que lamentar por parte de su hidrante.
El correr de los días de diciembre me permitió ver que la herida empeoraba, dolor y edema lo testimoniaban. Comencé a temer que ni aún a lomo de mulos me sería posible realizar mi viaje.
En tal momento recibí una carta del Dr. Miguel Canela Lázaro desde Ciudad Trujillo, en que me invitaba a una larga caminata por nuestras lomas. No importa el itinerario, ni los montes que escalemos: lo importante es que pasemos unos días juntos en nuestros queridos pinares, me decía. Mi júbilo no tuvo límites, era algo para mí increíble, pues el Dr. Canela no es hombre a quien agradan baratas compañías. Desde que se ausentó el Dr. Juan B. Pérez, el compañero de alpinismo de toda su vida, se le ha visto siempre hacer sus excursiones solo. La razón es sencilla: compañero de tal jerarquía se encuentra una sola vez en la vida, y una vez perdido no tiene sustitución posible.
Todo el hogar se hizo luz con mi alegría, alegría ribeteada de vanidad, pues vanidoso ha de sentirse todo aquél que reciba tal invitación del sabio y noble amigo Dr. Canela. Fui rápidamente hacia la máquina de escribir siguiéndome el pequeño César, para vigilar por encima de mis hombros las frases de alegría con que iba a aceptar la agradable invitación.
Después de algunas frases amables y de decirle que abandonaría gustoso el viaje a San Juan que tenía en proyecto, pasé a informarlo de mi temor bien fundado de no poder escalar monte alguno impedido por mis quebrantos: artritis de la rodilla, músculos atrofiados, y por…
Papá, me dijo en este momento el pequeño César, ¿qué vas a decirle al Dr. Canela que tienes en la pierna?
Bueno, le contesté, para darle un nombre apropiado a ese quebranto tengo que estudiar la Ley de la Cédula que acaba de publicarse. César no pudo comprender mi contestación y su admiración aumentaba cuando me vio buscar diligentemente la citada ley entre mis papeles. La encontré al fin, pasé largos minutos leyéndola hasta que pude decirle cariacontecido: César, tú tienes un padre que es toda una personalidad, imagínate que mi cédula valdrá veinticinco dólares.
¿Veinticinco pesos, papá? Quebramos… pero lo que no comprendo es lo que tengan que ver la cédula, los veinticinco pesos y el nombre de tu enfermedad.
Hijito mío, es que el hombre es tan vanidoso que se enorgullece hasta de sus tropezones. Cuando debo pagar esa suma tengo la indicación de que si no soy de la primera categoría tampoco lo soy de la última, como dijo la campesina del cuento, y por tanto, me siento más aristocrático y mis quebrantos han de tener nombres de acuerdo con esa posición cedular. Por eso voy a decirle al Dr. Canela que tengo una pequeña ulceración atónica que me produce edema y dolor. Si tuviera que pagar un solo peso por mi cédula pertenecería a la última categoría y tendría que soportar que a mi quebranto se le intitulara como a un rampanito que me hincha el pie, lo que en definitiva es la misma cosa, pero menos elegante, y ya tú sabes que la elegancia es cosa importante, aunque no se coma ni se beba.
Sonrió César, pude terminar mi carta, enviarla al correo y comenzar inmediatamente a preparar mi viaje, pues tres días después debería llegar el Dr. Canela para ultimar la partida.
Volaron esos días, todo mi equipo estuvo listo. Llegó el Dr. Canela y me encontró en la terraza con la pierna acomodada en una mesita. Me saludó cariñoso, se sentó a mi lado y miró largo rato la pierna enferma sin pronunciar una palabra. Luego, como quien sale de un sueño triste, me dijo estas palabras: Fricó, hazte una cura seca y oclusiva con polvos de sulfatiazol y olvídate de tus quebrantos. He venido para llevarte al Monte Tina.
Salté de mi asiento como movido por un resorte. ¿Al Monte Tina?; me ofrecía el querido amigo hacer realidad el más cultivado de mis sueños? Dudé de que estuviera despierto, pero mi pierna y la sonrisa fraternal del bondadoso amigo me hablaban de la realidad. Quise hacerle mil preguntas que se agolpaban en mi mente hasta producirme vértigos, pero recordé que él no gusta de preguntas vanas.
Indudablemente que el querido amigo deseaba comprobar una nueva teoría: la teoría de que a nuestras lomas más altas pueden subir… hasta los tullidos. Lo doloroso de este experimento consistía en que el conejillo de indias que iba a usarse sería nada menos que mi propia persona. Conejillo de indias, burro de carga, nada importaba, junto al querido amigo aceptaba gustoso cualquier puesto de la escala zoológica.
El Dr. Canela seguiría hacia Salcedo y San Francisco de Macorís en busca de los aparatos que necesitaría para sus observaciones astronómicas, en tanto que yo realizaría los encargos que me trajo anotados en varias hojas de papel, casi nada; una ferretería, un colmado, tres radios con sus gamas de ondas completas y sus correspondientes dos mil quinientas pilas secas y una húmeda. Sincronizamos nuestros movimientos de tal modo que el día 21 de diciembre deberíamos encontrarnos en La Vega: ¡qué gran fortuna que la tierra sea redonda!
Ocupar el lugar de un conejillo de indias para comprobar una rara teoría, es el motivo desgraciado que me ha hecho hablar continuamente del odioso “yo”.
Deseaba el Dr. Canela la compañía de dos jóvenes vigorosos y arriesgados, dos ejemplares brillantes de nuestra juventud alpinista para dedicarlos a una interesante exploración geográfica. Conseguí dos perfectos atletas y cultos estudiantes de bachillerato: Rafael Madera y Salvador Ortega. Por tanto, saldríamos de Santiago el día 21 de diciembre cinco compañeros: Lcdo. Montero, Dr. Bueno, los dos jóvenes mencionados y yo.
Dicen nuestros sabios campesinos que el hombre propone y Dios dispone: cuando llegó el día 21, salimos el primo Ortega y yo solos, del resto dio cuenta el agua.
Viernes 21 de Diciembre de 1945
Salimos a las ocho de la mañana, llegando a las nueve a La Vega. Esa misma mañana llegó el Dr. Canela desde Ciudad Trujillo, y juntos nos dimos a la tarea de preparar los efectos, embalarlos y buscar un camión que nos llevara a Constanza. Fuimos informados de que al día siguiente saldría un grupo de jóvenes del Club Alpino de La Vega en excursión hacia Constanza en un camión que galantemente había ofrecido la industria maderera Robiou. Nos pusimos al habla con el amiguito Ángel Russo quien capitanearía al grupo de jóvenes alpinistas veganos, y decidimos que haríamos juntos la excursión, arrastrándolos hasta los picos que pensábamos escalar. Dormimos esa noche en La Vega.
Sábado 22 de Diciembre de 1945
Nos levantamos temprano, teniendo la pena de amanecer en lamentable estado físico; gran edema de las piernas y fuertes dolores en las diferentes articulaciones de los pies, que me hacían cojear notablemente. Para todos en mi casa paterna, yo estaba rematadamente loco. Parecía idea delirante la pretensión de acercarme siquiera al legendario Monte Tina, pues para tal empresa es indispensable una perfecta salud y un adecuado entrenamiento. Advertí a todos que compartía sus mismas opiniones, pero no quise apenarlos con la noticia de que me había convertido en un pequeño roedor motivo de un raro experimento.
A las seis de la mañana tomamos un camión el Dr. Canela y yo con parte de nuestro equipo, que nos conduciría a Jarabacoa. Dejamos el resto para que fuera llevado por el primo Ortega, quien trasnochado en juveniles travesuras no había aparecido todavía. Llegamos temprano a Jarabacoa donde teníamos que hacer múltiples diligencias relacionadas con la excursión, juntándose al mediodía con nosotros el compañero que habíamos dejado en La Vega. Comimos y esperamos la llegada de los Alpinos para continuar a Constanza en su camión. Llegaron ya de noche, siendo decidido dejar la salida para la madrugada siguiente. Nos alojamos todos en la casa veraniega del amigo Blasito Pezzotti que estaba desocupada, y pudimos notar desde ese instante la perfecta disciplina del grupo de jóvenes que capitaneaba el amigo Angel Russo. Dio órdenes de arreglar los equipajes, de preparar las camas y de regresar temprano: órdenes dadas fueron órdenes cumplidas. Formaban este interesante grupo los siguientes estudiantes normalistas de La Vega: Angel Russo, Elpidio Jiménez, Frank González, Napoleón Muñoz, Arif Abud Abreu, Juan Altagracia Bruno, Antonio Lora A., y el benjamín del grupo, el joven Basilis, hijo del viejo amigo Don Enrique Basilis. Llegaron todos a las nueve, menos el primo Ortega: había baile, muchas muchachas bonitas y hasta sus traguitos: no podía contarse con él esa noche. Dormimos bien con una temperatura agradable.
Domingo 23 de Diciembre de 1946
Nos levantamos a las cuatro de la madrugada, hora en que el camión legaba a nuestras puertas. Rápidamente ordenamos todo el equipaje en el camión partiendo hacia Constanza antes de las cuatro. Lamentábamos dejar al primo que no había regresado en toda la noche; afortunadamente, en una de las calles de Jarabacoa apareció la atlética figura del compañero trasnochador y entre frases alegres salimos hacia las faldas temibles del Barrero. Nuestro camión tenía toda la juventud y vigor de los jóvenes veganos, avanzando a gran velocidad por la peligrosa carretera. Cuando comenzamos a subir el Barrero vimos a la distancia las luces de Jarabacoa y de Moca, como luces de un puerto de mar: lucían sus galas domingueras. El cielo sin una nube nos deleitaba con sus estrellas brillantes. La Osa Mayor, testaruda, señalaba siempre la Polar; hablamos de Orión, de Sirio, ignorando, inocentes, los ratos amargos que estas cortesanas nos harían pasar noches después durante las observaciones astronómicas del Dr. Canela. A la luz del camión adivinábamos los peligros que corríamos: las ruedas apenas tocaban tierra en las grandes curvas, tan estrecha es en algunos sitios la carretera. Alguien dijo que un viaje a Constanza en camión era más peligroso que un mes de campaña en Batán. Razón tenía el bromista, y si no hay accidentes mortales con mayor frecuencia en esta carretera es por la razón sencilla de que el Diablo no quiere dominicanos en sus dominios.
Cuando llegamos a la gran cuesta que conduce a Tireo, pasado Rancho Quemado, amanecía ya; nos esperaba la bella sorpresa de ver el Valle de Tireo cubierto de neblina e iluminado por los rayos del sol que salía tímidamente de entre las brumas. Nos detuvimos varias veces en la cuesta para tomar fotografías, las que han dejado fijado este bello espectáculo.
Pasamos por el poblado de Tireo arropado en una espesa manta de niebla. Llegamos luego a la cuesta que conduce al Valle de Constanza, y desde ella vimos el extenso valle cubierto también de blanca neblina; circunscrito por las montañas, parecía una jofaina gigante llena de espuma. Nos detuvimos y tomamos nuevas fotografías. Minutos después estábamos en Constanza: eran las siete y media de la mañana. Fuimos informados de que la mínima de esa madrugada había sido de 3-1/2 oC. Ese domingo habría de ser de fuerte trajín para preparar la partida del día siguiente hacia el Valle Nuevo. Conseguimos nueve animales para carga, que ya de silla habíamos enviado dos mulos desde Jarabacoa. Aseguramos los servicios de varios peones y de cuatro prácticos, todos magníficos, cuyos nombres debemos consignar para beneficio de los alpinistas que viajen por estos lugares en el futuro. Son ellos: Ludovino Santos Delgado residente en Constanza, y dos hermanos suyos que residen en Las Aullamas: Emiliano y Octaviano. El cuarto práctico es José Valenzuela, quien tiene por especialidad la región comprendida entre el Valle Nuevo y Bonao, por la ruta de Rancho Arriba. Esa tarde hicimos las cargas dejando todo listo para partir al día siguiente al amanecer. Nos fue de valor incalculable la ayuda ilimitada que nos prestaron el querido amigo Don Federico Collado, síndico municipal progresista y laborioso, y su hermano José Eugenio, hombres de una amabilidad poco común para quienes consignamos todo nuestro reconocimiento. Estábamos ya, al decir del Dr. Canela, en campaña franca y comenzamos a dormir en el suelo y a cocinar con las propias provisiones; esa noche nos apaciguamos el hambre con arroz, chocolate de agua y batata salcochada. Comprometimos los peones para las cuatro de la madrugada.
Lunes 24 de Diciembre de 1946
Nos levantamos a las tres y media de la madrugada, hicimos las últimas cargas con la ropa de cama y abrimos las puertas en la creencia de que la peonería habría llegado. Ya el Dr. Canela había predicho el incumplimiento de estos servidores campesinos, en quienes rara vez se encuentra colaboración y buena fe. Al amanecer pudimos ver el Pico del Valle Nuevo, cubierto de niebla, hacia el SE. A las siete aparecieron los primeros peones y la recua a las siete y media; llegaron a remolonear más bien que a trabajar. ¡Ay! Si con los hombres se pudiera usar espuelas como se usan para los mulos, qué bueno sería ser un nazista de galones. A mucho luchar pudimos salir a las nueve. Comenzamos nuestro viaje muy alegres, pues nos acercábamos a las lomas anheladas. Dos mulos de silla servirían para once alpinistas, que abordaban la distancia de dieciocho kilómetros de loma que los separaba del Valle Nuevo. Hasta Río Grande el camino es llano y lo hicimos como quien pasea por un parque, herborizando y charlando, perdiendo lamentablemente el tiempo. Llegados allí nos dimos cuenta de que había que recuperar el tiempo perdido; avanzamos con mayor rapidez precisamente cuando el camino alcanza la loma: la consecuencia fatal fue provocar gran fatiga en muchos del grupo; sentados a orillas del camino parecíamos la viva imagen… de los que regresan de la fiesta. Llegamos a las casas veraniegas del Generalísimo a las tres de la tarde. La brisa era fría y había un poco de niebla. Frank González y yo teníamos los pies hinchados y adoloridos. No había tiempo que perder: hicimos las camas temprano, preparamos las cargas para el amanecer y dimos maíz a los caballos. Quien vaya al Valle Nuevo debe llevar desde Constanza maíz en grano: la ligera grama es insuficiente alimento, el agua del manantial es tan fría que no pueden bebería, y las noches son de tal manera frías y nebulosas que en dos o tres días el mejor mulo está en lamentable estado, a veces incapaz de levantarse y caminar.
¡Era Noche Buena! Para celebrarla traje una botella de Domec obsequiada por el Lcdo. Montero para ser consumida en esa fecha, y ordenamos la cena: nada menos que un locrio de salchichón. Frank González y Bruno eran los encargados de la cocina, pero el Primo comenzó a disputar haciendo galas de sus conocimientos de culinaria, siendo la consecuencia el abandono del campo por los veganos. El Primo se quedó con la cocina ofreciendo que su cena sería el mejor obsequio de Noche Buena. No habíamos comido en todo el día y el hambre nos arrastraba con frecuencia a la cocina, oyendo en cada visita frases alarmantes entre los veganos: el arroz no se va a ablandar, el Primo ha dañado el locrio echándole agua tres veces, tanta candela va a ahumar el arroz. O tenían razón los alpinos o habrá que creer en el mal de ojos, lo cierto es que, cuando el Primo ofreció su manjar y lo masticamos, las bocas se llenaron de polvos de arroz: se diría que el agua había pasado sobre los granos como pasan las aguas por las plumas de un pato. La protesta fue general y las discusiones terminaron en porfía. Por mi parte abandoné mi ración y opiné que tal plato podría ser dañoso. Un peón que me escuchaba, sabio o bromista, contestó al instante: pues déme su plato Doctor Lithgow, que los pollos se lo comen crudo y no se mueren. La risa fue general y apaciguó las discusiones.
Hombre de disciplina, el Dr. Canela tomó su plato con un montículo de arroz más alto que el Monumento a la Paz, se volvió hacia mí y me preguntó: Fricó, en la lista que te hice del botiquín apunté sal de glauber, ¿la trajiste? Desde luego, ahí vienen cinco libras, le contesté. Sujetó su cuchara como quien sujeta unas tenazas, y para mi sorpresa comenzó a masticar y a tragar. Todas las miradas cayeron sobre el bravo, interrogadoras. Luego dijo bastante claro, porque el polvo del arroz le producía tos: muchachos, Fricó se equivocó, este locrio está sabrosísimo. ¡Quién osaría desmentir al Dr. Canela! ¡A comer todos! Masticaban, y menos ruido hubieran hecho los caballos de la recua masticando una carga de maíz. Momentos después me confesaba el incomparable Canela que había comido el locrio como quien toma aceite de castor, pero que era preciso inducir a los muchachos a comérselo y había que dar el ejemplo. Tomamos un poco de jengibre y algunos alpinos unos pocos tragos de Domec, y nos fuimos a dormir. Los veganos tendieron las dos tiendas de campaña y se introdujeron entre ellas, ayudando con frazadas, abrigos, sacos de henequén, macarios, papel, cartones y sus propios cuerpos, pues se apiñaron como abejas en un panal. Se repitió la escena que había visto en mi viaje anterior al Valle Nuevo: estos jóvenes, igual que el grupo de Santiago que me había acompañado antes, pasaron la noche soñando y hablando en alta voz, en puro onirismo; era curioso escuchar a cinco o seis personas hablando, cada uno con un tema diferente que borda un sueño: ni la visita a un manicomio ni diez mujeres en tertulia, dan idea cabal de tal espectáculo. Al amanecer leímos los dos termómetros de máxima y de mínima que llevábamos: uno marcaba 0 oC y el otro 2 oC. Cualquiera de las dos temperaturas era respetable, sin embargo, cuando al amanecer pregunté a los Alpinos cómo habían pasado la noche, me contestaron muy frescos que muy bien, que no habían sentido frío. No había duda, habían olvidado las escenas de la noche como olvidan los locos sus cambiantes delirios.
Martes 25 de Diciembre de 1945
Madrugamos como de costumbre y salimos temprano para el Pico del Valle Nuevo. Decidí hacer la jornada totalmente a pie, pues amanecí mejor de edemas y dolores y era preciso desarrollar los músculos atrofiados.
Subimos la cuesta que está junto a las casas del Generalísimo, en el camino real del Maniel (San José de Ocoa) y comenzó la sorpresa de los Alpinos ante las bellas sabanas del Valle Nuevo; cada una era más hermosa que la anterior, y hasta para mí que las había visto hacía unos cuantos meses solamente, estaban llenas de indescriptible encanto. En nuestro viaje anterior el día estuvo siempre lleno de niebla, de tal modo que no pude admirar los extensos panoramas que me deleitaban ahora. Conocí la enorme piedra de Manuel, monolito gigante que se proyecta inclinado a gran altura cubriendo un buen espacio que protege del sol y del frío: es refugio providencial para los monteros, y allí estaban las piedras ahumadas que sirven de fogón al caminante que alcanza la noche en tan desiertas y frías soledades. La compañía del Dr. Canela me era altamente provechosa, comenzaba a ver las cosas como son y a llamarlas por su verdadero nombre. Llegamos a un hermoso monte cubierto de piedras enormes que en mi viaje anterior no vi por la neblina y que precede una bella sabana: mira Fricó, me dijo, ése es el Pico de la Sabana Alta, dentro de algunos días subiremos a su cima. En la descripción de mi viaje anterior puse como título: “Una excursión al Pico del Valle Nuevo o Pico de la Sabana Alta”, y cometí un error, pues realmente el Valle Nuevo tiene dos montes principales: éste de la Sabana Alta de unos 2700 metros quizás, y otro de mayor altura a que nos dirigíamos, que es el Pico del Valle o Pico del Alto de la Bandera como lo llaman los constanceros. Tomamos fotografías, importantes desde el punto de vista geográfico. Minutos después llegamos a un pequeño manantial en que debíamos llenar nuestras cantimploras y latas para agua: era la última aguada que encontraríamos ese día. Preguntamos a los guías su nombre, y nos contestaron que Arroyo Yuna, que era la cabezada del río Yuna. Para nosotros la sorpresa no tuvo límites, pues nadie esperaba encontrar el río Yuna por estos lares, ya que nuestras geografías y mapas nos dicen que sale de los Montes Banilejos. Acosamos a preguntas a los prácticos inquiriendo si habían caminado cañada abajo hasta llegar al Yuna, pero todos habían caminado solamente una parte, hasta donde comienza a convertirse en un buen arroyo, declarándonos que padres y abuelos siempre habían asegurado que ésas eran las fuentes verdaderas del Yuna. El Dr. Canela se había retrasado herborizando y la curiosidad nos detuvo, nos echamos en el suelo a la sombra de los pinos y comenzamos a tejer conjeturas en espera de su llegada. Minutos después nos alcanza, sorprendiéndose de vernos echados, creyendo que estábamos cansados. A coro le hicimos saber la sorpresa que nos habían dado los guías con este manantial, suplicándole nos sacara de dudas. El Dr. Canela se quedó mirándonos, se refugió en el fondo de su profundo mundo interior, y se hubiera dicho que le habíamos hecho una pregunta indiscreta, una de esas preguntas acerca de cosas íntimas de las cuales no es agradable hablar. Al fin, recorrió el largo camino que debía conducirlo a nuestro mundo, y tras un largo suspiro nos contestó: Bueno, a la noche les contestaré esa pregunta, pues entonces sería más interesante. Nadie osó romper su silencio, nos levantamos y sin un comentario reanudamos la marcha: en el alma de todos quedó clavada esta escena como una espina dolorosa que se quisiera arrancar. Fue muda consigna masticar nuestra curiosidad y no tocar de nuevo este tema.
A poco caminar, cambiaba la vegetación: ya habíamos dejado las sabanas de amarillo pajón, y comenzamos a ascender los picos que debían conducirnos al más alto de todos, al Pico del Valle Nuevo. La ascensión era más penosa, a veces desaparecía el paisaje entre gajos que querían tragarnos, en partes encontrábamos verdadero bosque. Algunos comenzaron a fatigarse y a retrasarse, el grupo fue convirtiéndose en una cinta, cinta que se alargaba poco a poco como elástico que se lleva a su mayor extensión. Entre los extremos de esa cinta, había una hora de distancia. También a mí me llegó el turno en la fatiga; falto de entrenamiento, las piernas me pesaban un poco, con frecuencia perdía el equilibrio. A mi lado caminaba siempre el querido amigo Angel Russo que fue mi compañero durante todo el viaje. Unos estaban a media hora por delante de nosotros, los más vigorosos; otros a media hora atrás, los fatigados, algunos en muy malas condiciones físicas como supimos luego. Angel, maestro de cultura física, estaba en mejores condiciones que yo y me hablaba continuamente; por mi parte sólo podía contestar con monosílabos, ahorrando con cuidado el aire que mis pulmones aspiraban ruidosamente. Por momentos el corazón quería estallar, nos deteníamos unos segundos y continuábamos la marcha, Angel siempre hablando con facilidad y yo contestando apenas.
En un momento dado tuvimos de frente un buen pedazo de horizonte: se veía la enorme extensión del Valle Nuevo limitado por dos altos y bellos picos: El Tetero de Mejía y La Formación! nos gritó un guía que se había detenido a admirar también el paisaje. Tomé fotografías y esperé al Dr. Canela para comprobar el informe, que resultó justo: era ésta, otra de las bellezas que había perdido en mi viaje anterior por culpa de la niebla. Pocos pasos después vi el maguey gigante y deformado que fotografié en mi otro viaje, se diría que había sentido la acción de los meses transcurridos, pues estaba cubierto de unas escamintas amarillas, como esos viejos cubiertos de barba. El alma humana es floja: sentí tal emoción al ver a mi viejo amigo así envejecido que hubiera querido estrecharlo en fraterno abrazo, preguntarle sus cuitas, darle ayuda y hasta ofrecerle asilo en mi hogar. Destilaba tristeza mi espíritu admirando esta rara planta cuando llegó el Dr. Canela, se admiró de veras, asombro de botánico experto; tomó fotografías también y ordenó a uno de los peones que a su regreso lo cortara para llevárselo a Ciudad Trujillo. No pude oír más, ya era demasiado profunda la herida. Hice fuerza de mi debilidad y apuré el paso hacia el empinado cerro que tenía en frente, deseoso de alejarme del amigo en desgracia. Sin embargo, Dios aprieta pero no ahorca, reza el viejo adagio, pues a nuestro regreso habríamos de tomar otro camino para ascender al Pico de la Sabana Alta y mi maguey amigo sigue así arrastrando su senectud en espera de mi próximo viaje y de mis ternuras de hermano cariñoso.
Nuestro equipo venía a lomo de ocho caballos y mulos, nos juntamos todos para ayudar a estos animales en diferentes pasajes difíciles que nos cerraban el paso. Según avanzábamos veíamos entre los pinos picos de altura cada vez mayor que íbamos dejando atrás, y al ganar altura, el panorama era más extenso. Adivinábamos que la cima del Pico del Valle Nuevo no podía estar distante, cuando oímos las voces de los compañeros que se nos habían adelantado y que la habían ganado ya; nos detuvimos a escuchar, recuerdo que entre ellos estaban el Primo y Elpidio Jiménez, el gallardo deportista vegano. Levanté la vista, y entre el follaje vi en el horizonte las líneas admirables de Pajón Prieto y las Dos Focas: estos montes de piedra, negros como el ébano, llenaron de curiosidad al Dr. Eckman en su visita a estas regiones buscando el Monte Tina. Espoleamos la voluntad, llegando Angel y yo a la cima codiciada media hora después que nuestros más vigorosos compañeros. Igual que con la cédula, aquí no fui de los primeros pero tampoco de los últimos: fueron llegando los otros uno a uno, dos a dos, algunos sonrientes, otros demacrados y pálidos. Frank González, pino gigante y robusto, venía en pésimas condiciones, los pies hinchados, la cara sudorosa, arrastrando el bastón de montaña.
Todos en la cima, tomamos las disposiciones pertinentes. Montamos las dos tiendas de campaña junto a un rancho de pajón muy bien construido por los agrimensores que trabajaron en ese sitio unos días antes. Este rancho nos iba a ser de mucha utilidad: cocina principalmente, serviría también para dormitorio, sala, depósito de alimentos y salón de discusiones. ¡Ah!, allí tuvieron lugar interminables porfías del Primo con los Alpinos, todas alrededor de las condiciones atléticas de cada cual, el Primo desafiaba al más fuerte a levantar una pesa de doscientas cincuenta libras, como hacía él en sus épocas de entrenamiento. Ángel aceptaba retos en cualquiera rama de cultura física de la que es consumado maestro. Elpidio sólo decía: yo soy el Sprinter, y aquí sí es cierto que no cabían discusiones. Bruno, más filósofo que atleta, hacía desprecio de las balandronadas de los muchachos, y mientras éstos discutían hacía cálculos en su libreta de los tomados para el Dr. Canela en las observaciones astronómicas; y así, decía en voz alta: azimut de 160 grados; índice de error… cincuenta segundos; mira norte… un metro. Arif Abud por su parte, irrumpía en mitad de las disputas y preguntaba en voz muy alta: Bueno, quién me dice el tamaño de Marte, el paralelaje de la luna, el tamaño del eje mayor de la eclíptica, las leyes de Kepler…? y el silencio se hacía sepulcral.
Por indicación del Dr. Canela se formaron comisiones para los distintos menesteres del campamento; hubo una comisión de cocina, la primordial y más importante, de la que el indispensable Bruno era Presidente. Comisión de dormitorio, cuya misión sería presidida por Lorita, la que debería preparar las camas todos los días a las cuatro de la tarde; esta comisión tuvo una vida ficticia, pues demasiado sabia, nunca hizo nada, y a cada noche había que estrujar las espaldas contra un suelo inclemente, surcado de raíces, deformado por piedras y tocones, huérfano de un buen poco de paja seca de pinos y pajón que la hubiera hecho más confortable. Todos los demás pertenecían a la comisión científica, es decir, que serían edecanes del Dr. Canela durante sus laboriosos trabajos de observación astronómica: de esta comisión… era tamaño peligro formar parte.
Esa tarde la niebla nos visitó como a las cuatro, quiso conocer a los intrusos, obligándonos a calar los vestidos de lana desde temprano: con la niebla vinieron la brisa y el frío. Estábamos en el período de ajustamiento, cada cual buscando la manera de alcanzar la mayor comodidad: unos tanteaban la cocina, otros, la tienda de campaña de los Alpinos que se había dedicado exclusivamente para dormitorio, algunos olfateaban la mía, muy abrigada y nueva, pero destinada a cobijar los aparatos que no podían mojarse: altímetros, cámaras de fotografía y cinematografía, anteojos, catalejos, brújulas, tránsito, películas, tres radiorreceptores, etc.
La cena se hizo temprano luciéndose Bruno con su primer arroz con salchichón; el arroz se ablandó bastante en esa ocasión, y lo completamos con dulce, cazabe, papas salcochadas y agua fría: las latas que contenían el agua siempre estaban sudando.
A las seis y media el Dr. Candela nos llamó para que le ayudáramos en sus primeras observaciones: sacamos el tránsito y su trípode pero todo fue inútil, pues la Polar se cubrió con un espeso velo de blanca niebla, como esas señoritas coquetas que se recogen al primer piropo. Nos fuimos a la cocina, nos acostamos reburujados en todo lo que podía evitar el frío, y en la tienda de campaña vecina oímos a Frank González que decía que se sentía mal, que tenía los pies hinchados y fiebre alta. Le hacía dúo el benjamín de los Alpinos, Basilis, pino en flor que lamentaba haber pasado la Noche Buena fuera de su casa; hoy día de Pascuas, quisiera estar al lado de mi mamá, porque es cosa triste estar tan lejos. Abuelita siempre me decía que el día de Año Nuevo se le debe besar la mano a su papá… un poquito más y lloramos los dos: también yo tenía un hogar lejano, una esposa y dos hijitos que me hacían cosquillas en el alma en esos días que todo hombre de juicio sano pasa al calor de la familia; pero alguna ventaja teníamos en ser locos de remate, y así pudimos pasar esos días muy felices, como viven los dementes en sus mundos irreales.
Miércoles 26 de Diciembre de 1945
Nos levantamos tarde, casi a las siete, porque la mañana era fría, soplaba una brisa muy fuerte y había mucha niebla. Ciriaco, el viejo de la recua, preparaba sus animales para regresar a Constanza. Basilis y Frank ayudaban en esa labor, lo que nos hizo descubrir que regresarían con Ciriaco, aprovechando los caballos que irían escoteros. Los demás veganos aprovecharon la ocasión de estos elegantes correos para enviar cartas a sus familiares en las que menudeaban besos y lagrimitas. A eso de las nueve se despidieron dejando un desgarrón en nuestros ánimos y llevándose los deseos de feliz viaje que les ofrecimos: eran los primeros desertores… y de los mejores, como dice el cuento.
Era el primer día de campamento, había que dar comienzo a nuestras tareas: se colocaron los termómetros de máxima y mínima en la torre de la bandera protegidos de los rayos del sol; los aneroides se pusieron horizontales y en lugar fijo para ser leídos cada tres horas conjuntamente con la presión y la temperatura; se sacó la placa de cobre que habríamos de fijar en el pico; se preparó el hipsómetro: los relojes se chequearon con la hora de Washington; el Dr. Canela sacó y ordenó la pequeña biblioteca que le serviría para consultas y cálculos; Arif se encargó, con cortafríos y marrón de albañil, de perforar una piedra grande y prominente donde se incrustaría y fijaría con cemento la placa de cobre. Para que nada se olvidara, el Dr. Canela me dictó el programa del día: 1o. Corrección de aparatos. 2o Preparar las observaciones del día. 3o Lectura de los barómetros y termómetros cada tres horas. 4o Chequeo de los barómetros con el hipsómetro. 5o Preparar las observaciones de la noche. 6o Fotografías con las cámaras fotográficas y cinematográficas cada vez que hubiere algo interesante. 7o Tomar los rumbos de todos los puntos importantes. 8o Herborizar.
Como la niebla se había hecho muy densa que empapaba las ropas, nos recogimos en la cocina y charlamos unos minutos. Aprendí, que los monteros y las gentes de Constanza llaman a este pico, el Alto de la Bandera. Viene este nombre, de que en 1920 los doctores Canela y Juan B. Pérez escalaron este pico, y para poder localizarlo luego desde el Pico del Cacique, cerca de Juncalito, residencia veraniega de Don Juan, desmontaron la cima formando una especie de trocha en dirección al Cacique, fijando una bandera. Desde entonces le pusieron el nombre de Alto de la Bandera. Sin embargo, el nombre correcto es Pico del Valle Nuevo. En la Geografía de la Isla de Santo Domingo del Lcdo. C. Armando Rodríguez encontramos los párrafos siguientes en la página 355: “El Valle Nuevo, cerca del Monte Cucurucho, que es un llano ondulado, bastante extenso, situado en la cumbre de una loma ancha, dominado por alturas, de las cuales algunas aparecen truncadas, muy particularmente el Pico del Valle Nuevo, que le da nombre”. Tuve ocasión de oír a los monteros decir en varias ocasiones: El alto de la bandera de la Puerca Amarilla, el alto de la bandera del Pichón, queriendo expresar, la cima de la Puerca Amarilla donde está la bandera, la cima del Pichón donde está la bandera.
Estaríamos acampados en la cúspide de este pico hasta el día de Año Nuevo, ocho días completos. El Dr. Canela haría observaciones astronómicas de sol y de estrellas con el fin de obtener su longitud y latitud exactas, es decir, su posición geográfica, además de su altura.
Después del mediodía se disipó la niebla comenzando acto seguido el Dr. Canela a chequear el teodolito, que estaba muy desajustado en sus dos círculos. Ya saben los ingenieros lo laborioso de esta corrección: muchas fueron las carreras que hube de dar desde el aparato a los hitos, armado de un lápiz y de un palillo de fósforo, terminando ya muy entrada la tarde. Nos reunimos todos para tratar acerca de la cena, cuando se oyó al primo Ortega preguntar: pero bueno, yo creía que a mí me iban a encomendar un trabajo de exploración muy importante y ahora veo que nadie me habla de eso. El Dr. Canela se dio por interpelado y respondió así:
Comencé a viajar al Valle Nuevo allá por el año de 1912. Aquí pasaba temporadas de varios meses, en plena adolescencia, hospedándome en la casa del viejo Robles, correteando y monteando con los peones, bebiendo leche en todas las sabanas, escudriñando con mis ojos jóvenes todos los rincones de este hermoso valle. Ya en esa época decían los monteros que ese manantial que tanto interesó a Uds. ayer era la cabezada del río Yuna. Nadie tiene pruebas de que eso sea exacto; para unos, es el nacimiento del río Yuna, para otros lo es del río Nizao. Discurrió mi juventud abrigando siempre el anhelo de explorar esa cañada y dejar así un recuerdo útil a nuestra Geografía Patria. Me dio la vida sus urgencias y he llegado a una edad que no es apropiada para tales aventuras. El objeto principal de esta excursión es despejar esa incógnita; para eso invité al joven Salvador Ortega y a otro joven de Santiago, Rafael Madera, que no pudo venir por inconvenientes de última hora, pues deseo que el honor de tal exploración recaiga sobre jóvenes deportistas, en jóvenes que ocupan el puesto que vamos dejando los que entramos en años. Ortega no puede hacer esa labor acompañado tan sólo de los guías, se necesitaría algún voluntario que lo acompañara: la tarea es dura, peligrosa, agotadora, y para realizarla se necesita gran esfuerzo, perseverancia, serenidad y un alto concepto de la seriedad del servicio que se trata de prestar. Si hubiera quien pudiera acompañarlo… El silencio era absoluto, todos habíamos enmudecido; si en el Valle Nuevo hubieran mariposas, se habría podido oír el latir del corazoncito de una de ellas. Los jóvenes de La Vega se levantaron a una ofreciendo sus servicios: cómo no había de ser, si La Vega fragua con el calor de su sangre tanto joven culto, tanto hombre gallardo, tanto anciano venerable; si la sabiduría, el esfuerzo que emula, la perseverancia que triunfa, el orgullo de las virtudes, el desprecio a la cobardía, el amor al músculo viril, son cualidades que tuvieron allí sus cunas de oro. Cuando se dijo que sólo dos podrían ir, hicieron gala de sus condiciones físicas, disputando como espartanos el lugar del peligro y del honor. Hubimos de escoger al azar, y tocó la suerte a Elpidio Jiménez, el magnífico atleta vegano, y a Napoleón Muñoz, el de menor edad en el grupo, que enterneció a todos al describir sus posibilidades de resistencia y perseverancia. Se hizo inmediatamente la selección de los prácticos que deberían acompañarlos, siendo escogidos: Ludovino Santos Delgado, Emiliano Santos Delgado y José Valenzuela, tres formidables guías que recibieron el encargo de conducir sin tropiezos a esos magníficos ejemplares de nuestra pujante y generosa juventud. Se hizo la lista de los alimentos y equipos que necesitarían para las jornadas tremendas que se les avecinaban, y nos fuimos dispersando, callados, sin hacer comentarios, a sabiendas de los peligros que podrían correr esos queridos compañeros. Esa noche el ambiente era de la más pura solemnidad: muchos trocamos el sueño por un profundo y triste cavilar.
Jueves 27 de Diciembre de 1945
Como hasta entonces, el día amaneció con mucha niebla. La presión barométrica había iniciado desde la noche anterior un notable descenso, presagio de mal tiempo, lo que se traducía objetivamente por una brisa violenta, huracanada; la brisa aumentaba el frío, que se colaba atrozmente por nuestros vestidos. Ayudamos en los preparativos de última hora para la partida de los tres compañeros que iniciarían a hora temprana la importante exploración de las fuentes presuntas del Yuna. Hicimos los sacos que habrían de contener comida y equipo, llevando luego a los jóvenes a la tienda de campaña de los Alpinos en donde les dimos los últimos consejos para su viaje, bajo el tamborileo suave de la llovizna que sobre nuestras cabezas llegaba curiosa al techo de lona. Elpidio Jiménez y Salvador Ortega son jóvenes vigorosos que pueden rivalizar en todos los conceptos: nombramos por ese motivo jefe de la expedición a Napoleón Muñoz, de menor edad que ellos. Salvador Ortega recibió el nombramiento de técnico, atendiendo a su vieja práctica de ingeniería y confección de planos. Elpidio Jiménez, cuyo carácter suave y maneras finas son garantía segura de armonía y buen entendimiento, fue designado coordinador, vínculo firme que ataría fraternalmente a todos los componentes del grupo.
Recibieron nuestros abrazos cariñosos y deseos de éxito, iniciando el descenso del Pico del Valle Nuevo por la trilla del suroeste. El Monte Tina los miraba a la cara, oteando curioso los pasos de estos jóvenes osados que hollaban con la sonrisa en los labios esos rincones inexplorados, solitarios y apartados de los que él es perpetuo custodio. Tomé fotografías de la partida, en que se ven de espalda los muchachos y de frente el Monte Tina.
Quedó convenido que a su llegada a Bonao nos transmitieran por la estación de radio de aquella ciudad la noticia de su arribo, a las tres de la tarde, al finalizar la audición de esa hora. Según cálculos de los prácticos, el viaje duraría de tres a cuatro días.
Después del medio día la neblina se disipó; tuvimos una bella tarde de sol que nos permitió por primera vez contemplar el horizonte por todos los puntos de la rosa de los vientos.
Nuestros ojos saciaron su sed. Tomamos los anteojos y a su través, la vista como alada viajera voló hasta fatigarse. En el cuadrante sureste se ven los montes admirables de Pajón Prieto y las Dos Focas: el primero como un prisma de ébano, las segundas como dos focas negrísimas medio encorvadas. Un poco a su derecha, la Chorriosa, límite oriental del Valle Nuevo, cuya cima es una arista de ángulos insólitos; entre ésta y las Dos Focas pasa encajonado el arroyo que exploraban nuestros compañeros ausentes. Siguiendo siempre a la derecha y en pleno sureste, el Tetero de Mejía, loma bellísima que atrae todas las miradas, que se ve en el fondo a una mayor distancia. El Tetero de Mejía tiene como ciertas mujeres un enorme caudal de atractivos, de Ello, como diría Eleanor Gleen. Desde el Pico Trujillo me despertó grandísima admiración; luego le he tomado fotografías cada vez que lo he visto asomar en el horizonte; los jóvenes que nos acompañaban, los prácticos mismos, siempre demostraban su interés cuando las nubes volaban de su cima, pues durante nuestra estada en el Pico del Valle Nuevo muy pocos minutos pudimos verla despejada de niebla o de nubes. Al sur franco, la enorme extensión del Valle Nuevo con sus extensas sabanas amarillas. Al suroeste… el Monte Tina, el más interesante y misterioso de nuestros montes, para el que tendremos luego un capítulo aparte. A su lado y a la izquierda, los Pajones Blancos, separados por una pequeña hamaca, con una elevación ligeramente inferior. A la derecha del Tina se ve otro monte cuyo nombre no pude averiguar: este monte está en un plano muy anterior, más hacia el norte, a la distancia en que me encontraba; daba la apariencia de estar en un mismo firme montañoso: ¿será éste el Monte Cucurucho?, nuestro mapa oficial lo sugiere con insistencia. Varias fotografías estereoscópicas dan idea clara de estos montes. Siguiendo la línea del horizonte, el Culo de Maco muestra su silueta contrahecha y admirable. En un plano inferior y anterior, Loma Vieja sujeta nuestra mirada, la hace resbalar por su lomo convexo y la tira sobre Constanza, modesta sultaba mimada entre el regazo de bellas lomas y arrullada por tres ríos de aguas cristalinas. Está Constanza al noroeste, y a su izquierda ligeramente pero en un plano superior, las cimas puntiagudas del Chinguela y Loma Redonda; si nuestra vista sigue más hacia arriba, encuentra, en eterno cuchicheo con el cielo los firmes de La Rusilla, de Pico Trujillo y La Pelona. Buscamos el Piquito del Yaque y gastamos unos minutos para hallarlo: apenas se vislumbra por estar proyectado sobre las faldas amplias de La Rusilla. A la derecha de La Rusilla y muy cerca de ella, veíamos un precioso pico que tomé en un principio por el Piquito del Yaque; el Dr. Canela que estaba a mi lado también lo creyó así; pero algo había en ese pico que retenía nuestras miradas: comencé por reconocer, gracias a mis anteojos, que estaba en un plano más occidental que La Rusilla y que su silueta era más prominente pero menos aguda que la correspondiente al Piquito del Yaque; Canela, grité, pero si no es el Piquito del Yaque! Ya lo estoy sospechando Fricó, me contestó, y a ver su adivinas! Cómo no voy a adivinar, es… es… el Mortero! Exacto, me respondió el amable y sabio amigo. Se trataba de la eminencia más alta de la Sierra Atravesada, el Mortero, un pico que trastorna la mente del alpinista lo mismo que una novia nos trastornaba los dieciocho años. Tengo una fotografía notabilísima tomada por los exploradores Terry y Cary cuando ascendían a La Rusilla, en plena noche: la luna detrás del pico, destaca su negra silueta de líneas esfumadas. El norte franco nos presenta el Mogote de Jarabacoa, siempre bello desde todos los ángulos. Sobre el Mogote y un poco a su izquierda, Diego de Ocampo: a su vista el corazón se oprime, los recuerdos más queridos se agolpan y pugnan por salir apretujándose, la respiración se acorta, los ojos…; miramos hacia sus faldas, seguimos un poco a su derecha, y ahí está Santiago!, todo un reguero de casas y de árboles, y como centinela gigantesco, la arquitectura severa del Monumento a la Paz: allí había estado hacía unos días junto a mi padre, esposa e hijos, buscando desde allá, las atalayas maravillosas de los Picos del Valle Nuevo que ya pensaba escalar, los mismos que hoy miraban serenos mi emoción creciente. Nos volvimos hacia el noreste para descubrir a nuestros pies la ciudad de Bonao, su valle cultivado, las contorsiones del Yuna. Allá en el fondo se veía un monte de silueta conocida… ¡Quita Espuela!, ahí estaban también las casas de San Francisco de Macorís; ¿qué eran aquellas otras casas?… Moca y Salcedo. Ligeramente a la derecha de Bonao pero muy cerca de nosotros, el Pico del Pichón con una bandera en su cúspide. Hacia el Este se ve claramente a Villa Altagracia, antigua Sabana de los Muertos. Nuestra vista fatigada, no se saciaba sin embargo, escudriña, y ¡asombro! ¡el mar! Hacia el sur se veía claramente una bahía, tan nítidamente, que por su punta y unas cuantas islas que la forman, reconocimos, consultado el mapa, la bahía de Puerto Viejo. Escudriñamos el valle de San Juan, y apareció la ciudad con su iglesia, inconfundible.
La tarde se nos fue de prisa; no había una nube en el cielo, y el Dr. Canela se frotaba las manos de contento, saboreando ya el jugo de sus observaciones astronómicas de la noche. Hicimos una rústica cabaña, cortando ramos de pinos y de pajón, la cobijamos con ramas verdes, dejamos una profunda herida en el techo… y el observatorio más modesto del universo quedó en pie. Allí llevamos el tránsito, brújulas, relojes, libretas y lápices, y luego de una ligera cena comenzaron los amores apasionados del Dr. Canela y la Polar. A las seis y unos minutos, ya de noche, entró la hermosa estrella en el campo del tránsito; la vimos correr nerviosa hacia los hilos apuntándose cuidadosamente la hora de su paso. Inocentes, creíamos Bruno y yo que la labor de la noche había terminado. El Dr. Canela nos dijo que aguardáramos, que iría a la tienda a hacer algunos cálculos. La brisa soplaba ya con furia, nuestros abrigos no eran suficientes para soportar el frío. Dimos fuego a una enorme fogata, y como veletas dábamos vuelta a nuestros cuerpos presentando diversas fachadas al calor, pero cuando una venía a sentirse caliente, otras tres tiritaban de frío. Como una hora después regresa el Dr. Canela y nos dice como quien no quiere la cosa: la otra observación será a las nueve. ¿A las nueve?, inquirimos admirándonos Bruno y yo; creíamos que una hora más sería insoportable. Llegada esa hora, alternaron cálculos y observaciones. El astrónomo, con la ayuda de su tránsito y la complicidad impúdica de nosotros, desfloró una porción de estrellas vírgenes: K Orionis, Beta Ceti, Alfa Ceti, la Polar de nuevo a las once, Gama Eridani, Beta Canis Majoris (Sirio), Rigel, la Polar de nuevo a la una y cuarto de la madrugada: qué semental celeste es nuestro sabio compañero! Nuestro observatorio se llenó de lumbre, se había convertido en un lupanar de estrellas rutilantes. La brisa arrancaba los ramos de nuestro frágil rancho, las manos heladas no podían escribir, la fogata se había agotado; el Dr. Canela para animarnos nos daba piltrafas de su festín, deleitándonos con las estrellas vistas al través del prisma que permitía observar casi verticalmente la bóveda celeste. Entre observación y observación mirábamos hacia el valle inmenso de La Vega Real; caballero de mundo, el valle lucía sus galas de media noche: brillaban las luces de Villa González, Quinigua, Santiago, Moca, Salcedo, San Francisco de Macorís, Bonao, Villa Altagracia, y al sureste… parpadeos rítmicos indicaban la presencia de un lejano faro, quizás por San Pedro de Macorís, La Romana o El Seibo. A la una en punto de la madrugada Salcedo apagó sus luces, se diría que el valle consumía un cigarrillo; Constanza desde muy temprano quedó oscura y se echó a dormir. A las dos nos fuimos a acostar; el observatorio estaba en la parte oriental del pico y nuestras tiendas en la occidental. Linternas en manos y tropezones en los pies nos fuimos a la tienda de campaña de los Alpinos. Me tiré en mi rincón bellaco para ser pasto de raíces y tocones cubriéndome con mis tres frazadas de lana, arrastrándome el sueño poco a poco. Apenas pude oír al Dr. Canela cuando dijo: Bruno, déjame el tocón para que me sirva de almohada. Dormí algunas horas con intermitencia, pues el frío era intenso y la lona de la tienda, azotada con violencia por la brisa, se defendía abofeteando el espacio inútilmente. Cuando despertaba me regocijaba que el Dr. Canela durmiera profundamente: lo sabía porque roncaba doblemente, con un ruido de tono bajo que producía con la garganta y con otro de tono agudo que emitía con las fosas nasales molestadas por la gripe: estos ruidos a veces se oían alternándose, otros al mismo tiempo formando un acorde asonante. Me recordaba esas guaguas que tienen dos bocinas: una eléctrica chillona y otra que funciona comprimiendo una pera de goma que ronca en escala de barítono. Los Alpinos, imágenes vivas de la inocencia, nunca escucharon estos conciertos traicionados por el sueño; sólo Angel y yo los gozábamos, y a veces teníamos que contenernos para no aplaudir.
Viernes 28 de Diciembre de 1945
Me levanté de madrugada, a eso de las cinco y media: quería tomar algunas fotografías de la salida del sol. Esa mañana estábamos sobre un mar de nubes blancas que cubrían toda la parte norte y este del horizonte, muy por debajo del nivel en que nos encontrábamos. Al salir el sol, iluminó toda aquella planicie blanca y tenue ofreciéndome un espectáculo que nunca había admirado: una fotografía estereoscópica transportó a Santiago estas bellas imágenes. Vino hacia mí Ángel María, el único peón que nos quedaba, para decirme que los tres mulos de silla que habíamos conservado estaban en muy mal estado; no bebían el agua desde hacía tres días, pues los hocicos huían de su frío, la mayor parte del tiempo lo pasaban echados. Fue preciso enviar a dicho peón a que los condujera inmediatamente a Constanza, pues los esqueletos de mulos que habían muerto durante los trabajos de mensura unos días antes, estaban a nuestra vista. Urgimos al peón a que regresara inmediatamente, haciéndole ver que quedaríamos sin ayuda, pero Ángel María no volvió, como las golondrinas de Bécquer. Nos quedamos sin peones, y desde entonces todo fue penuria. El agua quedaba a cinco o seis horas de nuestras bocas. Ahora quedamos a merced de la fragilidad de Lolo, un niñito de once años que nos acompañaba como mascota; cierto, que un niñito de once años, de la loma., vale por cientos de Cuerpos Alpinos y por millares de doctores como Canela y yo; pero aún así, el agua se escaseó rápidamente siendo necesario racionarla por tragos, y en cuanto a la comida, sólo se usaría la que no necesitara este líquido. Esa noche no tuve ganas de acompañar al Dr. Canela al prostíbulo, digo, al observatorio, y me quedé echado en mi rincón de la tienda de campaña. Como a las dos de la madrugada llegó, acompañado de Bruno, modelo de resistencia y fidelidad; si el caro amigo Bruno tuviera a los perros en el concepto muy alto en que yo los tengo, le diría que él es un verdadero perro. Minutos después comenzó a lloviznar y el agua a introducirse por los múltiples agujeros de la tienda con su vieja lona; Ángel, que nunca duerme cuando está cerca de los tres mil metros de altitud, se dio cuenta de que me estaba mojando, llamándome al instante. Hice luz con el foco eléctrico, amigo el más útil en estos viajes, para ver que caían chorros de agua a mi alrededor igual que en otras partes. Mi único recurso fue flexionar piernas sobre muslos, muslos sobre abdomen y cabeza sobre pecho: así quedé notablemente acortado, cayendo las goteras sobre mi cabeza unas, bajos los pies otras. Sobre el montón de huesos y de carne hice otro de frazadas para que no siguieran mojándose. Desde esa noche el Dr. Canela se mudó definitivamente para la cocina; hizo como un gato que molestaba mucho en casa, que jamás volvió después que le echamos encima un cubo de agua fría.
Sábado 29 de Diciembre de 1945
Volví a madrugar para pescar nuevas salidas de sol. El resto del día fue claro y de mucho sol, sintiendo por fin un poco de calor como a las dos de la tarde; tuve que quitarme el abrigo y la camisa de lana. Al medio día se determinó el meridiano, como todas las veces que la niebla lo permitió. A las tres sintonizamos a Bonao: no recibimos noticias.
En la tarde, algunas nubes espesas y blancas se corrieron sobre el Monte Tina: ésa fue la orden para que preparara cámara, trípode, fotómetro y películas, para atrapar algunas puestas de sol. Serían estas fotografías para el Instituto Geográfico, pues ellas, mejor que brújulas o descripciones, darían una idea exacta de este pico. El Dr. Canela y yo habíamos hecho blanco del sol durante todo el día con su tránsito y mis cámaras: estaba ya resignado a tamaño vapuleo, acostándose nostálgico y desmayado sobre el Tina envuelto en nubes ribeteadas de rojo. Cuando veo estas fotografías, doy por vencido al misterioso monte, y lo obsequio con sonrisas de burla: soy un yanki frente a un japonés. Se nos fue el sol, pero el Dr. Canela es hombre de recursos: esa noche estuvimos de nuevo hasta las dos de la madrugada en el observatorio. Me quedaba un poquito de rubor, y acompañé gustoso al querido amigo y al general Bruno, general de cocina, entiéndase bien. Miré hacia el valle y parecía un reflejo del cielo: en la obscuridad, las luces de las ciudades y las estrellas del cielo eran hermanas rutilancias. Algunas luces corrían presurosas como luciérnagas: eran automóviles que corrían por la carretera de Bonao a Villa Altagracia.
Domingo 30 de Diciembre de 1945
Este fue el día triste de la expedición. Amaneció lloviendo, inmovilizándonos todo el día en las tiendas de campaña y la cocina. La brisa lindaba con la tormenta. Las tiendas de campaña se rasgaban, las sogas cedían. El frío y la humedad apretaban, cuando teníamos que salir nos empapábamos. El trajinar fue causa de que dentro de las tiendas y cocina se formara lodo. No había agua para bebida presenciando la paradoja de tener sed mientras llovía. Los nervios comenzaban a ponerse de punta, cada cual los sintió y manifestó a su modo. Arif se convirtió en un santo, no sé cual, pero es uno que pintan con una pluma en la mano: se pasaba horas sin hablar escribiendo interminablemente, no sé si en prosa o en verso porque estos veganos son gentes de salón y de fogón. Lolo olvidó el idioma: a cuanto se le pedía, contestaba: no hay. Lorita estaba como el familiar cucú, del rincón más oscuro de la cocina no se movía. Bruno, Jefe de Cocina, sintió los nervios debajo de sus galones, y dio la orden imperativa de que todos entregaran sus cantimploras para cocinar arroz para la cena con el agua que pudieran contener. Todos obedecimos sin chistar: yo entregué las dos mías, y cuando salían de mi tienda me parecieron dos hijitas queridas que se perdían; una de ellas contenía tan poca agua que Bruno la creyó vacía y no la destapó; me quedaron como dos tragos de agua: ¡qué agradable sorpresa! Angel Russo, compañero de primera calidad, desafiador de “cumbres borrascosas”, el cazador de puercos cimarrones en mientes, el hombre que cuando habla de caminatas se traga los kilómetros por millares… recibió de los nervios tamaño estrujón. Conversábamos tranquilamente en mi tienda de campaña, le obsequié con un poco de dulce vegano, dijo que tenía sed y pidió permiso para ir a la cocina para tratar de conseguir un trago de agua; pasaron dos minutos apenas, cuando regresó a la tienda como un ciclón: hablando exaltadamente, ordena a sus compañeros que se preparen inmediatamente para partir, declara que la vida en el pico era imposible, que así vivían los animales, que era una necedad permanecer inmóviles y muertos de sed esperando quizás alguna desgracia. Se encaró conmigo ordenándome que le avisara al Dr. Canela que él partiría inmediatamente con el resto del Cuerpo Alpino. Le supliqué que fuéramos los dos a hablar con el caro amigo, pues no era correcto ausentarse sin antes haberle informado personalmente; aceptó y fuimos a la tienda de campaña de los Alpinos: allí estaba el Dr. Canela, imagen del reposo y de la tranquilidad, haciendo sus cálculos de álgebra y trigonometría. Le expliqué la decisión de Ángel, éste ratificó su decisión, y el matemático que es también fino psicólogo leyó en los ojos inquietos de Ángella tormenta que agitaba ese espíritu. Muy bien pensado, Ángel, estoy completamente de acuerdo con Ud., creo que lo cuerdo es que regrese a Constanza; pero me parece que el viaje es peligroso a esta hora, ya son las tres y media de la tarde, con toda seguridad que la noche le va a alcanzar en el camino; recuerde que no hay prácticos que le acompañen, y una vez yo me perdí en ese mismo camino aún acompañado de varios guías. Oiga lo que le advierto: si Ud. se pierde esta noche con sus compañeros en estas soledades pasará grandes sufrimientos… bueno, podría haber hasta algunos muertos, mi consejo es que se vaya por la mañana. ¡Vivir para aprender! Yo como médico, conocía muchos calmantes para los nervios: barbitúricos, bromuros, opiáceos, psicoterapia, baños tibios y hasta la tisana de hojas de lechuga, pero aseguro que no hay sedante tan eficaz como aquella frase de “algunos muertos”. Ángel, que hasta entonces había estado “engrengueñado”, dejó caer los hombros, los brazos colgaron abandonados a su propio destino, abrió la boca, y volviendo la cabeza miró hacia el Tina por la puerta de la tienda entreabierta, como si dijera: ¡ahí afuera está el cuco! Luego, cuando la sangre volvió a su cuerpo, pudo decir, con una voz que venía de dos mil novecientos sesenta metros de profundidad: dejaremos el viaje para mañana. Regresaremos a mi tienda y entonces fue la de Troya: Arif, Bruno y Lorita no querían regresar sin ascender al Monte Tina, pero este deseo chocaba con su reconocida disciplina que les aconsejaba obedecer a su jefe. Con finas maneras querían zafarse del cumplimiento de su deber, pero Angel les iba a la carga, dando a su voz todos los matices de la dialéctica más perfecta; así, le dijo a Arif: tu madre me dijo que te cuidara como a un niñito y quiero cumplir mi palabra entregándote en sus propias manos. Tú Bruno, debes comprender que perteneces al Cuerpo de Bomberos, y tu doble deber de vegano y de patriota es garantizar al pueblo de La Vega; no te hablo como Jefe de la Expedición, sino como compañero, como hermano, como madre, digo, como padre. Y tú Lora, debes acompañarme también, no puedes ser ingrato con tu maestro de cultura física. La palabra maestro fue un “sésamo ábrete”, y Lorita cedió a los primeros ruegos. Arif y Bruno me suplicaron que intercediera por ellos. Allí me fui yo, y le dije al caro Ángel que Bruno era necesario al Dr. Canela para sus observaciones astronómicas, y me comprometía a que si Arif y Bruno se quedaban, los cuidaría como a muchachitos, con el mismo mimar que uso para mi camarita estereoscópica. Aceptó, comenzando inmediatamente a preparar sus efectos para partir al amanecer.
Esa misma tarde llegaron los dos monteros que habíamos mandado a buscar a Las Aullamas, pero el peón que fue por ellos no volvió. Quedó probado una vez más que todo el que descendía del pico no regresaba. Venían los monteros con una buena jauría, saliendo inmediatamente a su cacería en dirección este.
Cenamos esa noche arroz recargado de aceite y mantequilla, sabrosísimo; pero le salía un amarguito, el recuerdo de que en él se había consumido el agua de todas nuestras cantimploras. Como el agua y la niebla no cesaron, esa noche, gracias a Dios!, no hubo observaciones astronómicas. Nos fuimos a las camas, al suelo quiero decir, muy temprano. Cuando estaba en lo mejor del sueño, me despertó Ángel para preguntarme: Fricó, ¿qué hora es? Levanté las frazadas y saqué una mano para ver cómo estaba el frío, como hacemos cuando queremos saber si llovizna; hice luz, y pude contestarle: las dos en punto, Ángel. Aproveché para poner la espalda un poco más arriba de una fiera raíz que me acosaba. Volvió el sueño y con él volvió Ángel: Fricó, ¿qué hora es? Yo te digo ahorita, que hace mucho frío, Ángel. No, tengo interés en saber la hora. Encendí de nuevo el foco, busqué el reloj y le canté: las dos y media. La escena se repitió a las tres y cinco, a las tres cincuenta y a las cuatro y media. Parece que el amigo Ángel soñaba con los “algunos muertos” del Dr. Canela, y prefería luchar contra el sueño que soportar aquellas visiones terríficas.
Lunes 31 de Diciembre de 1945
Se despedía el año con un día nebuloso pero sin lluvia. Regresaron temprano los monteros con su jauría, pero de puerco no trajeron ni un pelo. El Dr. Canela resolvió que acompañaran a Angel y a Lorita pero que al mismo tiempo comenzaran a llevar equipo a las casas del Generalísimo: ¡qué alegría!, todos teníamos ansias de abandonar el campamento, pues la estada en ese pico se había hecho profundamente desagradable y dura. Hicimos rápidamente la carga que llevarían los peones, partieron temprano, recibiendo la orden de regresar para dar un nuevo viaje. Estos campesinos son campesinos, pero brutos jamás: remolonearon en el camino, volvieron tarde, siendo imposible un nuevo viaje. Nos trajeron agua, y por eso esa noche el General Bruno pudo ablandar bien su arroz.
Esa mañana hicimos funcionar el hipsómetro: el agua hirvió a 91o 20 centésimas en lugar de hacerlo a 100o como en el llano. Por este motivo los frijoles no se ablandan en el pico del Valle Nuevo y el arroz no queda bien cocido con frecuencia. El Dr. Canela dedicó algunas horas a sus cálculos para darnos las siguientes cifras, referentes todas al Pico del Valle Nuevo o Alto de la Bandera:
- Altura:
- Latitud: 18° 49′
- Longitud: 70° 37′
A las dos y media de la tarde sintonizamos la estación de Bonao: al terminar la audición de las tres recibimos la noticia agradabilísima de la llegada a esa ciudad de nuestros compañeros: fue la mayor alegría de toda la expedición, y había que celebrarla, comiendo dulce de melado y agua fría.
Martes 1 de Enero de 1946
¡Año Nuevo! Ninguna celebración más agradable para nosotros que preparar las cargas para abandonar el pico y regresar a la casa del Generalísimo, desde donde seguiríamos luego hacia el Monte Tina. Trabajábamos alegres, no había que espolearnos. Llenamos los sacos, desmontábamos mi tienda de campaña, que la de los Alpinos se había ido el día anterior, fijamos la placa de cobre con cemento en una piedra grande y prominente poniendo en bajo relieve la altura del pico y nuestros nombres. Los peones se despidieron con parte de la carga, dejando el resto ordenado para llevarlo en viajes sucesivos. Nada quedaba por hacer e insinuamos al Dr. Canela que podíamos bajar. No, nos dijo, quiero la observación del mediodía para determinar el meridiano por última vez.
Nos “desengregueñamos” como había hecho Ángel en su ocasión. Si el corazón tuviera alas, ese día se nos hubieran caído. La cara que pusimos debió ser la misma que puso el amigo Hirohito días después, cuando australianos y chinos lo catalogaron entre los criminales de guerra número uno. Sacamos el tránsito de su caja, lo pusimos en su trípode, y vengan cronómetros, lápices y papel! El sol brillaba espléndido, siendo pescado dos veces y determinándose el meridiano. Al terminar la observación y ver que todo quedó correctamente hecho, acepté que científicamente es posible la existencia de zombies; aseguro que en todo el Universo no hubieran aparecido en este Año Nuevo, tres cuerpos con menos almas que los de Arif, Bruno y yo. Eso sí, que cuando el Dr. Canela hubo guardado el tránsito y dio la orden de marchar, salimos al trote, como esos caballos que se dirigen a su comedero.
Descendimos por la vieja trilla, encontrando en el camino la recua que nos enviaba Ángel desde Constanza: con ella fueron bajados todos los efectos que habían quedado en el pico. Llegamos poco tiempo después a las conocidas sabanas del valle, herborizábamos, pasamos bajo la gigantesca piedra de Manuel, para abordar la agradable y fácil ascensión del Pico de la Sabana Alta. Este y el Pico del Valle Nuevo, son las dos grandes eminencias del valle. Llegamos a su cima a las tres y diez minutos. La cumbre de este pico tiene las piedras más grandes que he visto en mi vida, más que grandes, monstruosas.
Encontramos una placa de plomo muy bien conservada, que tiene la siguiente inscripción:
- Pico del Valle Nuevo
- Presión: 557 mm. igual a 22.33 pulgadas
- Altura: 8440 pies, igual a 2573 metros
- Hipsómetro: 91o 54, igual a 557.5 mm.
- Doctores Vásquez y Raymond, Vicente Ureña R. y
- Miguel Canela.
- 28-12-23.
Como se ve, los guías hicieron equivocar a estos exploradores, pues dieron al Pico de la Sabana Alta el nombre que corresponde al otro pico de mayor altura, tal como me engañaron a mí. Leyendo el folleto del Dr. Eckman, igual cosa.
Esta placa fue puesta, pues, en el año 1923 por el Dr. Canela: ¡vaya con el veterano! Nos explicó que la altura indicada es inferior a la verdadera, debido a que no se tomó en consideración la corrección de temperatura; en cuanto a la cifra de 557.5 mm. indicada por el hipsómetro, se acerca bastante a la verdad, y puede ser tomada en consideración por los alpinistas cuando quieran saber si sus aneroides están funcionando correctamente. Tomamos fotografías de estas piedras. La tarde estaba muy nublada, apenas, por entre un claro de nubes, pude tomar una vista bellísima del Tetero de Mejía y la Formación. La noche se nos venía encima; descendimos al trote para llegar a las casas del Generalísimo al anochecer. Me fui al manantial donde me di un baño con jabón y una pequeña toalla, ayudado de un jarro de hojalata. El agua estaba a 11 oC, pero hacía ocho días que estábamos en huelga de agua y jabón y el hambre que sentíamos por ellos era grande. Cenamos bien, pues la cena fue hecha por manos de mujer. Nos fuimos a la casita donde dormiríamos resueltos a madrugar, para salir temprano hacia el Tina. Saqué el despertador, le di cuerda, lo gradué para que sonara a las cuatro de la madrugada y me acosté.
Miércoles 2 de Enero de 1946
Sonó el despertador y me levanté presuroso haciendo levantar a los compañeros. Abrí la puerta, llamé a los peones, quienes refunfuñaron a su gusto: estaba oscuro, como boca de lobo. Cerré de nuevo la puerta y comenzamos a hacer los preparativos de partida. Terminados éstos, el Dr. Canela consultó su reloj y me dijo: ¡caramba!, qué raro, mi reloj se paró, parece que no le di cuerda; fija mejor su atención y reconoce que está caminando perfectamente, llenándose de confusión porque marcaba las dos y cinco minutos. Saco mi Elgin y ¡misterio!, marcaba las dos y cinco minutos igual que el Omega del Dr. Canela. Arif, que ve nuestro asombro, saca el suyo, y no hay que hablar: marca la misma hora. Todavía no caíamos en cuenta de lo que pasaba. El Dr. Canela abre la puerta para ver que Orión estaba casi en el cenit: los relojes marcaban la hora exacta, en tanto que el despertador indicaba las seis y diez minutos. Todo se aclaró entonces, había sucedido que al acostarme le di cuerda a dicho despertador, puse la aguja para que sonara a las cuatro, pero no lo puse en hora, dando como consecuencia que su timbre de alarma sonó a la media noche. Confesamos a los peones mi equivocación, se quitaron de nuevo los aparejos a la recua que ya estaba lista y a dormir todos!, todos no, que yo no pude conciliar el sueño con las orejas ardiéndome. Hacía luz con el foco de cuando en cuando hasta que a las cuatro los llamé de nuevo. Salimos hacia el Tina a las siete menos diez minutos, lo que constituye un récord, cuando hay que tratar con estos peones de nuestras lomas.
Tomamos el camino del Maniel (San José de Ocoa) con una dirección general hacia el sur, siempre subiendo con variable inclinación; según ganábamos altura, los mulos se fatigaban más, pero más amplio y hermoso era también el horizonte. Comenzamos por ver, volviendo la cara en dirección opuesta, el Pico del Valle Nuevo, sintiendo entonces una agradable sensación, la de volver a ver una cosa que hemos querido mucho: por algo dicen nuestros campesinos que la felicidad se quiere después que se ha perdido. Por momentos, entre claros de pinos, veíamos a nuestra derecha las cimas macizas de La Rusilla y La Pelona, dirección noroeste. Las sabanas de pajón rodeadas de pinos se sucedían y durante horas enteras vimos esas enormes extensiones de terrenos selladas de pinos quemados, recuerdo de los incendios que provocan caminantes descuidados al hacer fogones y fogatas. El camino, principalmente en las partes cercanas a las varias cañadas que lo cruzan, es encajonado, muy estrecho y bastante peligroso: hacíamos a pie esos pedazos, los mulos de las manos. Llegamos a una loma que se llama la Puerca Amarilla: allí dejamos el camino para tomar una trilla que conduce al Tina. Recordamos entonces que yendo de Constanza al Valle Nuevo nos enseñaron otra loma que tiene una bandera y a la que llaman últimamente Puerca Amarilla. El Dr. Canela hizo muchas preguntas a los diferentes monteros que nos acompañaban, quedando determinado sin lugar a dudas, que la verdadera Loma de la Puerca Amarilla era en la que estábamos, en tanto que la otra que está cerca de Constanza es conocida desde hace más de sesenta años con el nombre de Loma de las Piedras: en efecto, la ladera que queda frente al camino, es vertical, pelada y cubierta de piedras: es tan típico su aspecto que el nombre de Las Piedras viene por sí mismo. Hizo el Dr. Canela observar a todos, el inconveniente que hay en que los agrimensores que trabajan en nuestras lomas pongan nombres a troche y moche sin estar completamente seguros de lo que hacen: sólo se conseguirá trastornar cada día más el conocimiento de nuestra geografía, hacer del mapa un jeroglífico, y darnos un día la sorpresa de habernos acostado llamándonos santiagueros y amanecer con el nombre de cotuisanos.
Una hora después estábamos en las faldas del Tina, en las que encontramos una sabana de una belleza hasta entonces nunca vista por mí: todo cuanto había visto era descolorido y sin interés comparado con esta nueva joya de nuestra naturaleza. Estuvimos de acuerdo en que un viaje tan largo como el de Santiago al Monte Tina queda ampliamente compensado con la sola admiración de esta sabana: ya ésta es una buena medida de su belleza. Consiste en una extensión plana de casi un kilómetro de largo por medio de ancho cubierta totalmente de pajón amarillo; está rodeada de una serie de lomas en forma de semiesferas que se juntan a media altura, cubiertas de pinos, dejando a la sabana en un profundo hoyo; mas, en dirección este hay dos de estas semiesferas que no llegan a juntarse dejando una calle de treinta o cuarenta metros, toda cubierta de pajón: por ahí entra el sol, iluminando a la sabana con un chorro de luz del ancho de la calle empajonada, como luz de un enorme reflector; a los lados del chorro de luz, todo lo demás queda en penumbras, saliendo negro en las fotografías. Traje dos bellas vistas estereoscópicas, pero no pueden dar, ni aún remotamente, una idea aproximada siquiera de tan hermoso rincón.
Llegamos, por fin!, a las laderas del Monte Tina: quisiera escribir el nombre entero con letras mayúsculas. Allí había que abandonar los mulos. Encontramos un buen rancho de pajón hecho por los agrimensores que habían trabajado ahí. Amarramos los mulos y sin parar comenzamos a escalar el monte. Tan admirable ha sido el trabajo de estos magníficos profesionales, los agrimensores, y tan intensa su labor, que hay una trilla que conduce a la cúspide, la que seguimos Bruno, Arif y yo sin práctico alguno: nos habíamos adelantado a todos, ansiosos de escalar el legendario monte. ¡Oh!, la emoción que producen estos picachos de cimas nebulosas cuando los tenemos ya vencidos, es la emoción más delicada y al mismo tiempo fuerte que nos da la vida: las citas amorosas de los veinte años, el primer beso de la muchachita ruborosa, la tartamudeada primera declaración, todo esto carece del vehemente anhelar que nos deleita y nos atormenta, que hace sufrir y sentir placer a un tiempo mismo, cuando nuestro cuerpo fatigado tiene a la vista la codiciada cima. No hay laderas más bellas que las del Tina, cubiertas de pinos y con admirables paisajes a los lados: el Tetero de Mejía y la Formación a nuestra izquierda, La Rusilla, Pico Trujillo y La Pelona a la derecha. La subida se hacía cada vez más dificultosa, las laderas sumamente empinadas y cubiertas de piedras grandes, siendo necesario por momentos gatear. Sin embargo, estas piedras tienen la ventaja de ser más firmes que las que encontramos en el faldeo de La Rusilla cuya movilidad pone la vida en peligro a cada segundo. Llegamos a un firme, descendimos una pequeña hamaca para llegar finalmente a la cima del Tina, en la que flotaba una bandera sobre una rústica torre de madera. Mientras subíamos, se acercaba una desagradable compañera: la niebla. Se diría que ésta se empeñaba en borrar el horizonte y el paisaje: sólo por momentos fugaces pudimos contemplar el Pico del Valle Nuevo, el Valle de La Vega Real, el Tetero de Mejía, la Chorriosa, los Mogoticos y una loma espeluznante: El Peinado. En la cima del Tina encontramos un sólo pino en pie: todo el resto ha sido talado por necesidad geográfica, pues así puede verse la bandera desde muy lejos y permitir los trabajos de triangulación. En ese pino había una placa que nos hizo carne de gallina, ya que no esperábamos encontrarla. Dice así:
- Dr. Juan B. Pérez
- Miguel Canela Lázaro
- M.A.R.
- 27-3-23
Las iniciales corresponden al nombre de Miguel Angel Ramírez, ingeniero hoy residente en el exterior, discípulo del Dr. Canela en aquella lejana fecha del 1923. Un poco por encima de la placa hay una tabla de madera en la que hay escrito con pintura roja:
- A.A. Quesada
- 26-9-45
La placa de cobre que indica el punto de triangulación no ha sido puesta todavía.
A poco llegó el Dr. Canela y deseando aprovechar el tiempo montó inmediatamente una brújula de agrimensor para tomar rumbos: nos dictó los siguientes:
- Pico del Valle Nuevo (Alto de la Bandera): Noroeste 65° 15
- Pajón Prieto: Noreste 86o 45
- Mogoticos: Sureste 85o
- Tetero de Mejía: Sureste 28o 15
- Pajones Blancos: Sureste 35o
Terminados estos rumbos, ya que la niebla no permitió obtener otros, nos sentamos con los prácticos para entablar una larga e interesante conversación, que amenizamos con dulces, leche condensada y algunos batimentos salcochados la noche antes en el Valle Nuevo.
Estábamos en el Monte Tina, y cada vez que los prácticos oían decir esto, se miraban desconfiados, sonriendo a veces. Este pico tiene una larga historia: historia tan larga como interesante e intrincada. El primero que midió su altura y le dio este nombre, fue un sabio eminente: Sir Robert Herman Schomburgk. Nació este ilustre viajero y naturalista en Friburg (Alemania) en 1804. Recibió encargo del gobierno inglés para estudiar a geografía de las Guayanas, pasando cuatro años en estas labores, al cabo de los cuales fue nombrado cónsul inglés en Santo Domingo. Murió, después de una vida útil, en el 1865, en la ciudad de Schoenegerg. Si no recuerdo mal, el ilustre sabio ascendió a este pico por el año de 1851, obteniendo con su altímetro una elevación de 3140 metros, y declarando que era la más alta eminencia de la República; al pico del Yaque (La Rusilla) le dio una altura de 2955 metros.
Cometió Schomburgk dos errores: el primero fue darle ésta exagerada altura, pues en realidad, la medida más exacta la hizo el Dr. Canela en compañía del Dr. Juan B. Pérez en 1923, obteniendo una cifra de 2744 metros. Últimamente el ingeniero Casimiro Gómez, disponiendo de toda clase de medios oficiales, obtuvo la cifra de 2700 metros aproximadamente, según he leído en declaración suya a la prensa. El otro error de Schomburgk fue el de darle el nombre de Monte Tina, y digo error porque no hay campesino de la República que lo conozca por ese nombre.
A una gran distancia existe cerca del río Las Cuevas un manantial de aguas sulfurosas, que nace en pleno llano, formando unas pequeñas charcas, tan pequeñas, que para recoger el agua se necesita algún jarro o lata pequeña. Ahora bien, los campesinos de esa región llaman tina a cualquier lodazal con un poco de agua, de aquí que llamen tinas a las charcas diminutas de esta fuente sulfurosa. Pero como ellos dicen el monte de la tina, preguntamos que si era muy alto ese pico, pero entonces nos explicaron que no, que ese manantial está en pleno llano, y que el monte es de pinos: quieren decir bosque y no loma. Así, pues, cuando dicen el monte de la tina, habría que traducirlo diciendo: el bosque de pinos en donde está el pequeño manantial de aguas sulfurosas. ¿Qué relación hay entre el pico que hoy se llama definitivamente Monte Tina y las fuentes de aguas sulfurosas que esos monteros llaman tina?: probablemente ninguna, pues están a un día o dos de jornada a pie.
Quizás los monteros que acompañaron a Schomburgk ignoraban el nombre de este monte y le dijeron Monte Tina por decir algo que encubriera su ignorancia, o quizás fue un error del propio explorador cuya causa siempre ignoraremos, lo cierto es que midió su altura y le dio una posición geográfica, consagrándolo luego nuestro mapa oficial: como si se dijera que lo bautizó un cura y lo confirmó un arzobispo. La verdad de hoy es mentira de mañana, dicen los filósofos que se la dan de sabios; por mi parte, como filósofo que presume de bruto, yo diría cambiando la frase, que la mentira de ayer puede ser verdad de hoy: y así pasa con el Monte Tina. Hoy su nombre es definitivo, está medido, explorado, herborizado, retratado, determinadas su latitud y longitud, y para mayor claridad muy exactamente localizado en el viejo mapa de la isla de Don Casimiro N. de Moya. En este mapa podemos ver que está comprendido muy justamente entre el Arroyo Castillo hacia el este y el arroyo Guayabal hacia el oeste. Ambos arroyos naciendo en su propio macizo, le forman con sus brazos un amplio regazo, como si dijeran: este pico es de nosotros. Yo vi, junto al rancho que está construido en sus faldas y apenas a cuatro o cinco metros de la trilla que conduce a su cima, una hondonada del fondo de la cual nace el arroyo Castillo en la parte oriental del pico. Cuando los doctores Canela y Pérez quisieron descubrir el Tina en el 1923, usaron esa sencilla técnica: buscaron los mejores prácticos del sur, se hicieron conducir a las cabezadas de esos dos arroyos, y el pico que estaba entre ellas era indudablemente el Monte Tina. Con estas explicaciones no podrán tener cabida nuevas discusiones ni dudas en el futuro.
Ahora bien, los monteros que llevaron al querido amigo Dr. Canela y al honorable doctor Don Juan Bautista Pérez, eran todos del sur, y para ellos la cima del monte que habían escalado se llamaba Los Flacos. Junto a esta cima, al sureste, y formando con ella otro monte gemelo, se encuentra otra cúspide de altura ligeramente menor y separadas por una suave hamaca, eminencia a la que llamaban estos monteros, los Pajones Blancos. Sucede con el macizo de esta loma lo que encontramos en el macizo de la antigua Pelona, y es que tiene dos eminencias. Preguntamos entonces a nuestros prácticos que eran todos de Constanza, es decir, de la parte norte del Tina, cómo llamaban ellos al pico donde nos encontrábamos y nos contestaron a coro que se trataba de Los Pajones Blancos. Preguntamos inmediatamente cómo llamaban a la otra eminencia que teníamos muy cerca del sureste: nos contestaron que no tenía nombre. Nos asegura el Dr. Canela, que cuando él visitó el Tina por primera vez en 1923, los prácticos del norte lo desconocían: ni lo habían caminado ni le sabían el nombre, en tanto que los prácticos del sur lo visitaban frecuentemente cazando puercos silvestres y daban a sus cimas los nombres ya citados de Pajones Blancos al de menor elevación y Los Flacos al Tina. Para nuestro futuro mapa, deben tenerse en cuenta, por tanto, esos dos nombres.
En definitiva, y para que lo sepan todos, el Monte Tina es un pico hermosísimo, todo cubierto de grandes pinares, desde donde se dominan extensos, bellos e interesantes panoramas. Tiene una altura muy bien determinada de unos 2744 metros aproximadamente, su latitud y longitud son exactamente conocidas, y está comprendido entre dos arroyos de agua abundante que todos los monteros de esas regiones conocen perfectamente: arroyo Castillo al este y arroyo Guayabal al oeste.
Sería importante que al confeccionar nuestros mapas en el futuro, se indicaran con sus nombres estos dos arroyos, tal como están en el viejo mapa de Don Casimiro N. de Moya, con lo cual se ayudará a disipar tinieblas.
Tiene este pico nombres campesinos, podríamos decir apodos: así, para los monteros del sur se llama Los Flacos y su pico gemelo del sureste, Pajones Blancos. En cambio, para los monteros del norte se llama Pajones Blancos y su pico gemelo del sureste queda sin nombre. A nadie extrañen estas confusiones de nombres, y para prueba vaya lo siguiente. En mi viaje anterior al Valle Nuevo, tomé informes en Santiago de los prácticos que podría encontrar en Constanza. Me dijo un amigo que existía allí un gran conocedor de esas regiones, con quien me recomendaba hablar antes que con nadie: se llamaba ese señor Antonio María García. Llegué a Constanza y mi primera preocupación fue encontrar a tal individuo; pregunté a muchos, y nadie me podía informar de quién se trataba. En cambio me aseguraban a unanimidad que la más alta autoridad en estas cuestiones era el Francés. A falta de otro, me dirigí al Francés, y desde luego, comprendí inmediatamente que conocía a cabalidad la geografía de toda esa comarca. Le pregunté después si conocía a un práctico llamado Antonio María García, y me cortó el aliento cuando me dijo que era él mismo.
Después que cualquiera haya leído lo antes expresado, podrá sonreír de todo cuanto se ha escrito acerca del misterio de este hermoso pico. Así, el folleto del sabio profesor Eckman, intitulado “En busca del Monte Tina”, se convierte en puro chascarrillo: pasó meses buscándolo, viajó del Maniel a Constanza, y ya en ese momento le pasó casi por sus faldas, pues del alto a la Puerca Amarilla se divisa tan bellamente que tomé una vista estereoscópica en la que salen Los Pajones Blancos y el Tina como dos buenos y unidos hermanitos. Viajó también el sabio explorador por la región del río Las Cuevas y ascendió a los picos del Valle Nuevo y Sabana Alta. Yo aseguro que el profesor Eckman vio el Monte Tina desde todos los ángulos, herborizó en todas sus faldas, si tomó fotografías lo dejó estampado veces innumerables; empero, como preguntaba a los monteros por el Monte Tina, nadie se lo pudo enseñar. ¡Ay!, pero si hoy pudiera leer estas cuartillas y darse cuenta de que el Tina no era otro que los Pajones Blancos que tan exactamente conocía, qué fragante sonrisa llenaría su boca, de la que salió tanta palabra sabia y útil, discreta y veraz.
¿Cómo explicar el error de Schomburgk al medir el Monte Tina con un exceso de altura de casi cuatrocientos metros? La razón es bien conocida: la locura que padecen los aneroides cuando menos se espera. El altímetro que usó el ilustre sabio indudablemente que era de una alta calidad: así tenía que ser todo aparato que perteneciera a un explorador que por muchos años estuvo al servicio del gobierno inglés. Tan exacto era este aneroide, que muchos de los picos cuya altura indicó, luego han resultado justas al ser comprobadas con el barómetro de mercurio, de Fortín; otras veces han aparecido diferencias insignificantes de ocho metros. Sin embargo, los aneroides, por escogida que sea su estirpe, no pueden librarse de la herencia pesada de esa inesperada locura que sufre toda su ascendencia. Voy a contar la anécdota siguiente, que dice con toda claridad lo que podemos esperar de estos barómetros aneroides. En el 1923 prepararon el Dr. Canela y el Dr. Juan B. Pérez su expedición al Tina con todo cuidado, llevando un equipo completo para sus mediciones topográficas: entre otras cosas, llevaban tres aneroides de buena calidad. Comienzan la ascensión del monte por su vertiente sur, hazaña que a nadie aconsejo repetir, aneroides en mano, con la intención dañada de desmentir a Schomburgk, pues las altas atalayas de La Rusilla y La Pelona los habían convencido de la menor altura del Tina. Los egregios exploradores subían trabajosamente en tanto que las agujas de los aneroides con gran facilidad giraban sobre sus ejes; no ganada la cima todavía, y los tres canallitas ya marcaban 3150 metros; a cada esfuerzo de ascensión correspondía una carrera de las agujas, de tal modo, que sobre la cumbre marcaron más de 3200 metros. El Dr. Canela hubo de confesar al Dr. Pérez, con un dejo de despecho y de inconformidad, que el sabio Schomburgk tenía razón: si se había equivocado había sido por defecto y no por exceso. Empero, estaban a la vista las moles gigantes de La Rusilla y La Pelona, cuya majestad era un serio mentís a la cifra indicada. Fueron llegando a la cima los diferentes aparatos: la brújula de agrimensura fue montada la primera. Es enfocada la cima de La Rusilla y… aparece un ángulo de elevación en su favor: luego, el Tina tenía menor altura que aquélla. El Dr. Canela se incomoda, y cuando estas aguas mansas se encrespan, son más agitadas que las costas del Cabo de Hornos. Dr. Pérez, le dice a su incomparable compañero, se acabó la broma del Monte Tina, aquí acamparemos hasta solucionar este problema: y clavó profundamente en tierra las patas del trípode de su brújula. Así clavaban la rodilla en tierra los ingleses del siglo diecinueve cuando formaban un cuadro, resueltos a morir antes que retroceder. Si nombro el siglo diecinueve, es porque los ingleses de este otro siglo han sabido dar sus carreritas en Dunkerque y las Termópilas.
Comenzó entonces esa labor perseverante y fría que sabe rendir el Dr. Canela cuando está intrincado en sus observaciones astronómicas: meridiano todos los días, Polar y demás yerbas todas las noches hasta el amanecer, azimut por aquí y azimut por allá, rectificación del tránsito, lectura de barómetros y termómetros cada tres horas, chequeos diarios, como careos de gallos, entre el hipsómetro y el Fortín. Terminadas las observaciones en el pico, se completaron los datos con presiones y temperaturas medias de toda la República durante esos días. Al fin, como de un parto laborioso, nació la verdad: fueron determinadas latitud y longitud, y la altura fue de 2744 metros. La seriedad de los aneroides pasó a la historia. Así, 72 años después del error de Schomburgk, se encontraba su científica e indiscutible explicación.
Admiramos los retazos de horizonte que la niebla permitía. Pregunté al Dr. Canela el nombre de un monte de forma rara que teníamos al sureste, formado por tres enormes monolitos negros, verticales, imposibles de ascender; me dijo que ese monte era llamado Los Mogoticos por los monteros del sur, y Los Flacos por los monteros del norte. Encontramos, una vez más, motivo de confusión al recibir dos montes diferentes el mismo nombre: ¡ay!, si los monteros hicieran una reunión para ponerse de acuerdo como hacen rusos, ingleses y americanos, qué gran beneficio para los alpinistas. Como a la izquierda de Los Mogoticos quedaba a poca distancia Pajón Prieto, hice saber al Dr. Canela mi sorpresa, pues no me explicaba por qué no los había visto desde la cima del Pico del Valle Nuevo. Fricó, tú viste muy bien Los Mogoticos desde allá, me replicó, pero sucede, que desde aquel ángulo se presentan en fila, dos de ellos se cubren, y sólo se ven dos; además, como desde esa dirección muestran una inclinación hacia el este, algún práctico de chalinita te dijo que se llamaban Las Dos Focas, y así has seguido llamando a Los Mogoticos: rectifica ese nombre errado, que ya es tiempo.
Cuando escalábamos el Tina nos alcanzaron los prácticos que habían acompañado a nuestros compañeros en su exploración geográfica. Nos hicieron saber inmediatamente que las fuentes presuntas del Yuna eran en realidad las cabezadas del río Nizao. A corregir el mapa!, pues no nace el Nizao de los Montes Banilejos como dicen mapa y geografía, sino del Valle Nuevo, entre el Pico de la Sabana Alta y el Pico del Valle Nuevo, en ese límpido manantial en donde llenamos nuestras cantimploras. Si este manantial no es Yuna, de dónde nace entonces ese río, que también según nuestro mapa y textos de geografía nace de los Montes Banilejos? Cabe el sabido adagio campesino: “si no es Juan es Juana”. El único lugar de donde puede nacer el Yuna es de la hondonada que existe entre el Pico del Valle Nuevo y el Alto del Pichón; hay en esta hondonada una divisoria de aguas: las que nacen en la parte occidental forman a Río Grande que desemboca luego en el Yaque del Sur; las que nacen de la vertiente oriental van a formar el Yuna. El Dr. Canela, que tiene una disciplina de matemáticas, no gusta de “me pareces”; ya está incubando nuevas ansias para realizar una exploración de esa hondonada y sus aguadas.
La niebla aumentaba, ya no podíamos ver nada, y fue preciso comenzar el descenso a las tres menos diez minutos de la tarde. Llegamos a los mulos a las tres y cuarto: veinticinco minutos de descenso al trote fueron suficientes. Llegamos a las casas del Generalísimo al anochecer.
De ahí en adelante nada nuevo que relatar. Al día siguiente, jueves 3 de enero, llegamos temprano a Constanza; esa noche a las ocho tomamos un camión que nos puso en La Vega a las dos de la madrugada; al día siguiente, viernes 4 de enero, llegaba a Santiago a las 11 de la mañana.
Llegado a mi casa me pagaron con besos la larga ausencia. César me llevó hacia el patio donde me tomó una fotografía, deseoso de conservar la imagen de mi barba cana que hacía catorce días no se tocaba. Luego me preguntó: bueno, papá, ¿y cómo está tu pierna? ¿Qué pierna?, le contesté. Pero caramba, papá!, ¿qué pierna va a ser, si no es la del rampanito y el reumatismo? Realmente César, había olvidado mis viejos achaques, pero felizmente, estoy completamente curado; razón tuvo Freud cuando dijo que tenemos la facultad mental admirable de olvidar todo recuerdo desagradable. Entonces, papá, el Dr. Canela no estaba equivocado con su teoría. Así es César, el Dr. Canela nunca se equivoca, como diría la CMQ: a nuestras lomas pueden subir los tullidos, y para su maravilla, constituyen su mejor y más amable medicina.
Fin.