Excursión al Nalga de Maco

Excursión al Nalga de Maco

por el Dr. FEDERICO W. LITHGOW CEARA

Adaptado de “Relatos del Dr. Federico W. Lithgow Ceara. 1979. Boletín de la Sociedad Dominicana de Geografía. Vol. VIII, No. 8

Transcripción de Fritz José Pichardo Marcano.

Biografía de Lithgow Ceara

Pasan los años con sus pies algodonados sin que apercibamos el menor ruido de su paso veloz… pero qué profunda la huella que marcan sobre cuerpo y espíritu. Somos perecedero amasijo de ansias y de energías que se gastan, que se consumen igual que una bujía o que una estrella, en variable tiempo. Jóvenes, sólo vemos el comienzo de la vía, que el resto nos lo oculta el horizonte, y así, nuestros deseos aparecen como cristalizaciones posibles en mil años. Luego, doblamos una curva del camino, consumida ya gran parte de nuestras posibilidades, cuando vemos con claridad, aunque un poco esfumado, el final de la ruta: ¡qué angustiosa ansiedad nos asalta entonces!, ¡cómo hay que apiñar los deseos si es que anhelamos realizarlos todos!

En esta etapa del camino, cómo nos hacen su desesperado llamado esas hermosas cumbres de nuestras montañas que no hemos escalado todavía: Los Platicos, Tetero de Mejía y el Nalga de Maco. No fue el azar lo que nos llevó a escoger el corriente año para la escalada de este último picacho, sino el grato contemplar de su atractiva figura desde la cima del Gallo hace dos inviernos. Desde tan empinada atalaya, fueron exquisitos los atardeceres al ocultarse el sol tras la gigante joroba del Nalga de Maco que, junto a otro picacho innominado todavía y de silueta angulada que tiene al oeste, forman la más abigarrada y extraña silueta de nuestras montañas. Esas puestas de sol, maquilladas con encendidos rojos, pálidos rosas y desleídos púrpuras, encendieron la codicia, siempre viva en el corazón, de pisar su cima.

Y así, en este frío y húmedo invierno, ¡al Nalga de Maco!, nos dijimos y echamos la suerte… en la que llevábamos la de perder: nos faltó la imprudencia de los años mozos para desafiar la empinada y resbaladiza arista occidental bajo la lluvia y la brisa de tormenta.

Los preparativos fueron de última hora. La consigna, llevar el menor equipo. Los asaltantes, el Dr. Bueno y yo. Hice promesa de llevar como efectos personales sólo aquéllos que cupieran en un pequeño saco impermeable, compañero de todas mis aventuras montañeras: dos frazadas, una almohada, el colchón de aire y algunas prendas de lana para dormir. Muchas cosas, casi imprescindibles, fueron dejadas. Contaba con que, siempre vigilante, el Dr. Bueno supliría aquellas urgencias. Un maletín de mano, que aguardaría en Santiago Rodríguez (Sabaneta), me llevaba ropa limpia para el regreso.

El viernes, 24 de diciembre, tomamos el ómnibus al medio día que nos conduciría a Santiago Rodríguez. El cielo estaba despejado y brillaba el sol después de unos días de baja presión y ligeros chubascos.

En esta ocasión llevaba dos altímetros aneroides: mi clásico Naudet, arbitro de todas las disputas, y otro de bolsillo de la acreditada fábrica Keuffel & Esser Co. que deseábamos probar para fines de compra. Marcaron en Santiago: 180 metros el Naudet y 610 pies el Keuffel: el último indicaba, pues, siete metros más que el primero, diferencia despreciable entre aneroides.

Apretujados, tomamos la carretera entre caras alegres y un montón de juguetes: era día de Noche Buena, y muchos padres iban cargados con ferrocarriles y muñecas para sus niños… al tiempo que ayudaban al Niño Jesús en sus pesados gastos. Un vendedor de juguetes se asomó ofreciendo sus maravillas y un niñito sentado junto a mí derritió sus negros ojitos sobre un pequeño reloj de diez centavos… que no caminaba; se lo obsequié para ganarme una leve y ruborosa sonrisa, y para permitir que su corazón acariciara la pintada esfera durante toda la tarde con la miel de sus miradas. Cuánta alegría entre los compañeros, casi todos pobres, pero hacían compras de comestibles por el camino para celebrar la Noche Buena, y con ella un nuevo recordar del nacimiento del visionario y manso filósofo que vertió su sangre, en vano holocausto, por la salvación de nuestras almas… eternamente pecadoras. Un achispado viajero, por añadidura setentón, hacía galas, entre risas, de sus conquistas de amor: una docena a lo menos, decía, contaba entre novias y concubinas, mejorando la condición del marino aquél que tenía “una novia en cada puerto”. Un amigo de bromas, en tono serio, preguntó al Don Juan:
—Pero bueno, amigo mío, dice Ud. que tiene doce mujeres! ¿Y qué hace con tantas?

Llegamos a Santiago Rodríguez después de las cuatro. El Naudet marcó 130 metros y el Keuffel 500 pies: se quedó retrasado esta vez en 9 metros, respecto al Naudet. Cuando el Dr. Bueno llega a Santiago Rodríguez es algo así como si un tiburón cayera al mar: está en sus aguas, conoce todos los secretos del medio, los peces grandes lo respetan y los pequeños… también; pero es un raro tiburón, porque a porfía le brindan todos un inmenso cariño. Así, diez minutos después de nuestra llegada, ya un cercano familiar le había ofrecido transporte hasta Villa Generalísimo, a donde llegamos en plena noche. Nos hospedamos en la casa de Don Leovigildo Fortuna, caballero sin tacha que, con toda su familia, ha atesorado la fineza y amabilidad que tocarían al pueblecito entero.

Siguió la obsesionante lectura de los aneroides: el Naudet marcaba 230 metros y el Keuffel 800 pies, equivalentes a 245 metros. Ya me estaba pareciendo que estos altímetros se iban comportando como consumados caballeros o incomparables diplomáticos: una vez marcaba uno de ellos más que el otro y al poco rato permitía que el otro se le adelantara, como si se dijeran ceremoniosamente:
—Pase Ud., y luego contestara el otro:
—No… Ud. primero.

La noche estaba clara y fría. Después que cenamos tomé una fotografía del parque, desde nuestra puerta, a la luz de las bombillas eléctricas con veinte segundos de exposición: quedó perfecta. A poco llovieron los chistes, los cuentos, y una buena porción de historias de fantasmas ocurridas en la casa en donde habríamos de dormir, muy apropiadas para ponerle los pelos de punta al más valeroso, pero confiados en Freud, quien asegura que tenemos un automatismo mental que nos hace olvidar lo desagradable, nos fuimos a las camas deseosos de soñar con las amables aventuras que ya adivinábamos en el cercano futuro.

Sábado 25 de Diciembre de 1954

Tuvimos un límpido amanecer. Nos levantamos temprano y de inmediato nos fuimos a la esquina del parque: desde allí contemplamos el Nalga de Maco a la distancia, con su mole azul contra un cielo ligeramente rosado. ¡Qué desmedida competencia para las muchachas del pueblo! Si los jóvenes de Villa Generalísimo acostumbraran mirar hacia el sur en días transparentes, de seguro que volarían presurosos hacia las faldas de esa loma.

Luego comenzamos a solicitar los consejos a todo aquél que hallamos en las calles. Uno de ellos, que había ofrecido al Dr. Bueno acompañarlo hacía unos meses, nos informó que acababa de llegar de La Ginita, aldea que estaba en nuestra ruta, y que era del todo imposible realizar la excursión. Desde que salgan de aquí, aseguraba, encontrarán grandes lodazales en que los mulos se quedarán aprisionados. Llovieron las historias tétricas de accidentes ocurridos en aquellas tierras en tiempo de lluvia. El Dr. Bueno, sabiduría-valor-prudencia en una sola pieza, decidió que esperáramos hasta el otro día, todo, con el doble objeto de que los caminos se orearan un poco con el sol, y para dar tiempo a que el susto se nos pasara un poco: tan fuerte resultó el efecto de aquellas negras historias.

Para consolarnos de aquella dilación, preparamos una corta excursión para conocer las confluencias que hace el río Guayubín con Inaje y Arroyo Blanco. Don Leovigildo nos buscó monturas y en su compañía tomamos camino hacia el noroeste. La región es fértil, con la tierra muy bien labrada y conucos en profusión. En pocas horas llegamos a la casita de un campesino a quien pedimos orientación:
—Por aquí, por mi propiedad, está el camino que conduce a las confluencias, nos informó, al tiempo que se ofreció para llevarnos.

Seguimos a pie para llegar en pocos minutos a una de las grandes sorpresas del viaje: la gran catarata que hace el río Guayubín. Su caudal, aumentado en estos meses, se despeña por una estrechura para caer desde una altura de seis u ocho metros; lo espera una gran olla de paredes verticales de rocas verdosas de origen ígneo, finamente cristalizadas, que luego abandona por otra estrechura. En uno de los lados de la olla, en el occidental, las rocas afloran en la superficie a modo de una consola estrecha, pero en el resto, las aguas hierven y se pulverizan con estruendo ensordecedor. Quien allí cayere, habrá visto por última vez el azul de nuestro cielo. Nos contaron que hacía unos días resbaló un perro y cayó: ¿fue buena o mala su fortuna? Es lo cierto que fue a dar en las rocas que forman el saliente, de tal modo que de primera intención salvó la vida; más, nadie puede bajar hasta allí, y el pobre perro no tenía manos para sujetar un cable, de tal modo que fue su destino morir de hambre, de sol y de frío.

Frente a nosotros y en la otra orilla, veíamos al través de las rocas, el pequeño caudal de Arroyo Blanco despeñándose para confluir con el río Guayubín. Templamos nuestros nervios y comenzamos a trepar por las rocosas laderas, deslizándonos con prudencia por ligeros salientes que apenas alcanzaban un pie de anchura, y teniendo abajo las aguas rugientes. Una vez en lo alto, pudimos saborear a gusto el fenómeno geológico. Guayubín y Arroyo Blanco escogieron para su confluencia el más raro sitio de toda la región: una enorme masa de roca verde, ígnea, de ocho o diez metros de altura por treinta o cuarenta de largo. Después, han corrido los años, más de un millón de seguro, y lamiendo con las aguas, gastando con la arena y los cantos rodados, han hecho un cauce profundo, y facturado en muchas partes la inmensa mole verde, hasta darle la forma que hoy ostenta. ¿Mañana? Destino cruel el de esas rocas que aparentan inconmovibles: las aguas, tercas y tenaces, sin darse un instante de reposo como enloquecidas por una pasión desenfrenada, triunfarán al final hasta borrar el menor vestigio de aquella mole, tan gigantesca como indefensa e inerme. Triturada, llevará el río su polvo hasta el Yaque y éste las conducirá a su final destino, al mar, cerca de Monte Cristi, para aumentar un poquito la playa y con ella nuestra llanura costera del noroeste, ofreciéndonos el raro, pero bien conocido fenómeno, de que la isla se irá haciendo más grande a medida que disminuya la altura de sus partes altas. ¿Después…? ¡Quién podría decirlo! Podrían repetirse nuevos levantamientos por eventuales movimientos de reajuste de la corteza terrestre que dieran nuevas alturas a nuestras montañas, o podrían presentarse hundimientos, como los muy señalados y rápidos que están teniendo lugar en nuestra costa del nordeste que cambiaran la forma y tamaño de esa parte de nuestra llanura costera. Es lo cierto que están desencadenadas en el universo fuerzas inmensas: el calor, fuente prístina de toda energía, la gravedad, la fuerza centrífuga de todo astro al girar, los vientos, las aguas agitadas, remedos desorbitados de las tempestades que azotan el alma de los hombres, destruyendo cuerpo y espíritu. Nuestro planeta, campo de muerte en que chocan aquellas fuerzas incontroladas, al par que se enfría, va agrietándose, haciéndose polvo, convulsionando su corteza, como lo atestiguan esas grandes cicatrices imborrables de su superficie, que no otras cosas son, sus montañas, sus valles, las heridas que contienen el agua de los ríos, las profundidades del mar.

Tomamos fotografías a granel y luego fuimos a la cercana confluencia con Inaje. Allí se mezclan los dos ríos, Inaje y Guayubín. Sus cauces, aunque de bajo fondo y aguas tranquilas los dos, ofrecen marcado contraste; Guayubín, herido por grandes piedras negras y filosas que se asoman a tomar el sol, ofrece la viva imagen del Redentor crucificado, en tanto que Inaje, de lecho totalmente arenoso, corre manso, como si fuera a unirse al compañero sin odio ni furor. Tomamos un largo baño, con las aguas muy frías, y las cámaras se desperezaron a sus anchas.

De regreso a Villa Generalísimo encontramos a un fornido joven llamado Chicho que nos dijo ser un buen práctico en la ruta que seguiríamos y en la ascensión al Nalga de Maco; lo contratamos inmediatamente: ¡incautos de nosotros! También contratamos a otro peón, el Valeicaimen, de poco hablar y manso como el Inaje. A poco llegó de nuevo el amigo del Dr. Bueno que le había ofrecido acompañarlo y que había tratado de hacernos abandonar la excursión; al informarle que saldríamos al día siguiente hacia la montaña, aseguró que nos acompañaría siquiera… hasta Río Limpio, no obstante los esfuerzos que hicimos para que desistiera, y así, quedamos convenidos en que nos esperaría en su casa de La Ginita.

Pasamos la tarde en puras lamentaciones, pues el día había sido de puro sol y apropiado para haber iniciado la salida. Fuimos a la finca de Don Leovigildo en donde existe un gran cañaveral y los restos mortales de lo que fue un buen trapiche. Con el sol poniéndose brillaban espléndidamente a contraluz las flores de las cañas en sus erguidos pendones. El silencio de la tarde y la soledad del cañaveral trajeron de la mano los recuerdos del hogar lejano y regresamos silenciosos al poblado.

La noche nos trajo un cielo espléndidamente estrellado. Dimos un recorrido por el poblado en busca de algún sitio en donde la luz eléctrica no molestara la vista en la contemplación de las estrellas, que rutilaban brillantes hasta deslumbrar. Vimos, con refulgencia que nunca habíamos visto, la constelación de Capricornio; los Peces, con las dos cuerdas cuyos anzuelos se tragaron; Eridanus, con la hermosa Archenar al final de su cauce. Se nos unió en ese momento un joven comerciante que había pasado el día tratando de convencernos de que deseaba acompañarnos al Nalga de Maco. El Dr. Bueno, en todo momento Maestro que ama la difusión del arte y de la ciencia, tomó a su cargo ilustrar en unos minutos al joven compañero de todos los secretos de la Astronomía. Comenzó por señalarle las constelaciones; luego le habló del movimiento de las estrellas, de su formación y muerte; siguió después una larga explicación de la complicada órbita de la luna, y cuando vi que sacaba papel y lápiz y sobre una de las mesas del mercado comenzó a estampar diagramas y ecuaciones, volví a la contemplación del cielo porque ya no podía comprenderlo. Nuestro amigo el comerciante era un inteligente de primera clase que todo lo comprendía fácilmente, o sucedía tal vez que no entendía ni pizca de la cátedra: no supe cómo interpretar su profundo silencio ante las explicaciones del maestro.

Regresamos luego por las calles en que rebosaba la alegría: era noche del día de Pascuas. Atronaban los radios a todo volumen, la chiquillería disparaba sus petardos y en más de una casa se bailaba animadamente. No sé por qué la alegría no fue contagiosa para nosotros, pero de seguro que contribuyeron a ello, la larga contemplación del cielo que es un puro sedante, el pensamiento siempre fijo en la jornada del próximo día y el hogar distante.

Domingo 26 de Diciembre de 1955

Hechas las cargas con premura y agotado el desayuno, salimos a las 8:15 de la mañana, el sol radiante. El primer objetivo sería La Ginita, en la sección de La Piña, a 7 kilómetros de Villa Generalísimo. Esperábamos, miedosos, los grandes lodazales y las temidas escenas de nuestros mulos atascados y aprisionados por el fango; pero fue lo cierto, que llegamos a La Ginita a eso de las 10, sin que una gota de lodo tocara nuestros vestidos: y cómo no había de serlo, si es un camino carretero para toda clase de vehículos. Allí encontramos al amigo del Dr. Bueno que nos había guardado un rico desayuno. Nos dejamos convencer, disimulando el deseo, para terminar con el desayuno en unos segundos, aunque, ello fue lo cierto, que tuvimos la eficaz ayuda de Chicho, quien nos dio la primera exhibición de sus dientes y estómago. El amigo del Dr. Bueno… no podría acompañarnos! porque aseguraba que a su mula le dolían las pezuñas. Nos convencimos desde entonces de la astucia que desplegaba aquel señor: no deseando cumplir la vieja oferta, había querido que desistiéramos de la excursión para salir airosamente de la para él molesta situación.

Cuando estábamos a punto de partir, llegó a la puerta una viejecita a pedir una limosna: la obsequié con diez centavos. Conocedora de que se pueden hacer “en una vía dos mandados”, aprovechó la ocasión, que algunos pintan como mi cabeza, para suplicar al dueño de la casa que le ayudara a conservar el solarcito en que tenía su ranchito.
—Si me lo quitan, decía, me moriré en el camino real, porque nadie va a querer a este trapo de vieja en su casa.

Parece que tenía construido su ranchito en tierra de alguien que deseaba o trataba de recuperarla. Le aseguraba, el dueño de la casa, que pondría todo su empeño en ayudarla, pero sus ofertas no acallaban las interminables lamentaciones de la viejecita. Voló mi pensamiento en alas de la imaginación por las vastas regiones que cruzábamos, tan deshabitadas; la escena de esta infeliz que pedía unos metros de espacio en aquella inmensidad, me aparecía tan inverosímil como la de un pobre indio que navegara por el anchuroso Amazonas y muerto de sed clamara por una gota de agua. Congelé la escena con mi cámara fotográfica en un puro contraluz, en el que se adivina una cobriza y seca piel sobre la descarnada anatomía de la viejecita.

Partimos, para abordar desde la puerta misma de la casa, la parte montañosa de la ruta. Llegamos, a eso de una hora, a un bellísimo paraje: La Vereda, con altura de 440 metros según el Naudet y confirmada por el Keuffel, que marcó 1450 pies: esta vez, quiso evitar disputas. Hay en La Vereda y a orillas del camino, dos limpias casitas de tablas de palma, tejado de cana y piso de limpia y apisonada tierra, desde las que se admira un espléndido panorama enmarcado entre montañas, mostrando al fondo la pálida silueta del Morro de Monte Cristi y una amplia faja de mar: qué comunión la de estos candorosos campesinos con la obra de Dios, día por día y en cada puesta del sol, cuando se esconde en el poniente tras las lomas de Haití o cuando riela sobre el mar hasta cegarnos.

El camino sigue ascendiendo sin parar, en dirección Sur, con la no disimulada intención de abordar la Medianía, es decir, la cima de nuestra Cordillera Central que hace de divisoria de las aguas, estableciendo las dos grandes vertientes del país: la del norte y la del sur. Seguíamos pisando sobre terrenos arenosos por las interminables masas de granito en descomposición, mirando hacia el sur las prominentes y agudas cimas de Los Chicharrones, Jengibre y Jugadero de los Toros. Alcanzamos una parte alta y plana del camino intitulada Alto de la Canastica desde donde podíamos ver un abierto panorama en que se destacaban el Morro y el mar por el noroeste y las recortadas siluetas gemelas del Gallo y del Gallito hacia el noreste. En ese punto, el Naudet indicó 610 metros y el Keuffel 1950 pies: el Naudet sobrepasó al otro en 15 metros. La Loma de la Canastica tiene una orientación general hacia el sur, abordando la Medianía un poco al este del pico Jugadero de los Toros; en la hondonada de ese ángulo diedro nace el río Inaje, corriendo entre peñascos, desafiando desfiladeros, partiendo lomas para abrirse un cauce; al fin, llega cansado al llano en donde le espera un lecho placentero, todo de arena fina; pero la vida de los ríos tiene mucho de la vida de los hombres, y así el Inaje, cuando podía esperarse que llevara una vida sin tropiezos, sin luchas ni amargura, encuentra la muerte a destiempo, joven todavía, al echarse en el Guayubín y confundirse con él sus aguas. Comprendo ahora la mansedumbre que creí encontrar en su corriente al hacer su confluencia postrera: no era mansedumbre, era tristeza, infinito cansancio, último renunciamiento para deshacerse en un caudal de lágrimas transparentes.

Abordamos la Medianía a lomo de la Canastica a las 12:15, después de una penosa ascensión entre lodazales que inspiraban miedo. Para flojar los nervios y relajar un poco la penosa tensión, nos desmontamos: desde ahí nos admiró la vasta altiplanicie que constituye aquí la Medianía con una altura de 830 metros en el Naudet y 1675 pies en el Keuffel. Seguimos luego por la llana extensión, nivelada como un piso… pero el piso estaba resbaloso con el lodo hasta hacer que los mulos se deslizaran más bien que caminaban. Tan a nivel está el suelo que las aguas de las lluvias no corren, sino que forman charcos estancados. Todo ese firme es un tupido bosque de apretujados y gigantes árboles de peonía, de gruesos troncos y rectas líneas: por estos árboles, ha sido denominada la llanura como Loma de la Peonía. El Superior Gobierno ha hecho talar una amplia trocha de unos treinta metros quizás, produciendo todo una sensación de majestad y de grandeza, que sobrecoge el alma.

Termina la Loma de la Peonía en una larga y empinada cuesta que conduce, allá en lo hondo, al arroyo El Café.

Recordando que es una virtud la prudencia, bajamos a pie esta resbaladiza cuesta, saciando la sed en las frías y sabrosas aguas del Café; los mulos supieron apreciarla también.

Pasado el arroyo caímos en otra enjabonada cuesta peor que la que acabábamos de bajar, con los mulos de las manos.

El camino siguió siempre muy húmedo, con subidas y bajadas que nos condujeron hasta una prominente altura que veníamos divisando desde gran distancia: está enclavado allí el cementerio de la colonia de Naranjito, muy lejos del pueblo y separado por caminos intransitables en días lluviosos. Una vez llegados a la puerta del camposanto quedamos sorprendidos por el gran número de cruces: se diría que nos acercábamos a un gran poblado.

Alcanzamos el poblado de Naranjito a las 2:30 de la tarde y nos desmontamos en una pulpería. Pedimos dulces y guineos en tanto que ponía sobre el mostrador los aneroides: siempre amables, el Naudet nos indicó 870 metros y el Keuffel 2850 pies: el francés marcó, pues, un metro más que el Keuffel para gran alegría mía, pues comprendí entonces que podría confiarse en el alemán, fuera nazi o demócrata. Pasó por mi mente, veloz como una flecha, este pensamiento: ¿cuánto pedirán por este altímetro?

Naranjito es bellísimo: una callecita con casas tan sólo del lado norte, y luego desparramadas, en lomas y profundidades, una porción de casitas, todas hechas de tablas de pino, piso de madera y cobijadas con zinc; se explica el fenómeno porque fueron fabricadas por el Gobierno Nacional para alojar a los desplazados del Parque Nacional “José Armando Bermúdez”, con quienes fue fundada esta colonia; antes reinaba allí una tupida floresta.

No nos detuvimos por mucho tiempo porque todos nos aseguraban que llegaríamos de noche a Río Limpio, final de ruta; además, nos confirmaban que los caminos estaban muy malos y que era de elemental prudencia dormir en Naranjito. Sólo Chicho, tan comilón y haragán como optimista, nos aseguraba que no había temor, porque llegaríamos en pleno día. No quiero agravar la opinión que nos estábamos formando ya del pobre Chicho diciendo que era mentiroso por añadidura, pero es lo cierto que nunca había subido al Nalga de Maco ni conocía el camino a Río Limpio. Supimos que existía un nuevo camino que acortaba la distancia aunque era mucho más malo; tomamos un práctico y nos decidimos por el nuevo en miras de ganar tiempo.

Salimos de Naranjito a las tres de la tarde, admirando una casita, la mayor de todas, que ofrecía una magnífica vista desde su cerro prominente y cubierta por dos frondosas matas de mango: en esta casita nos hospedaríamos al regreso. Pronto llegamos a una larga cuesta que termina en el río Artibonito, de aguas limpias, ancho y frío, sitio en que hace una perfecta herradura que se aborda por la parte curva. Quise tomar la altura y algunas fotografías pero el General Dr. Bueno ordenó imperioso:
—Fotografías a la vuelta. Hay que ahorrar el tiempo.

No hice el intento siquiera, desde luego, de sacar la cámara de su estuche. Atravesamos el río para recibir de inmediato tamaño susto: nos aguardaba una cuesta casi vertical, muy mojada y resbalosa, que en su comienzo ofrece un gran precipicio por cuyo borde pisan resbalando los mulos, de largo interminable. El Dr. Bueno hizo uso de su mayor virtud y la subió a pie. A mí, el susto me había soldado a la silla y crines de la mula, selladas de cadillos. Rematada la cuesta, el camino es de un pie de ancho, como una consola horizontal en el farallón casi vertical de la loma; desde allí podía admirarse en toda su belleza y extensión la región entera de la colonia de Naranjito: pintoresca como sueño de un artista. Sobre las crestas de las lomas veíase caer el sol. Caminamos por trillas empinadas, cada una de las cuales competía con la anterior en su afán de asustarnos; fue el colmo, la bajada al segundo paso del río Artibonito; los mulos, aún sin el peso de nosotros, bajaron resbalando y cayéndose; por nuestra parte, hicimos malabarismos a pie. Al cruzar el río nos encontramos con otra subida casi impracticable en la misma orilla: era una pequeña barranca como de un metro de alto, mojada y resbaladiza: allí se cayó mi mula, pude sujetarme a un árbol haciendo esfuerzos por no ir de nuevo al río, pero esta vez de cabeza; la mula hizo un gran esfuerzo, se paró, de un salto subió el pretil y de paso me engarzó en el aire. Todo sucedió en un instante sin que mi voluntad tomara la menor parte en la acción. Chicho, que miraba aterrado la escena, quedó atónito, pero Valeicaimen, que se llenó de risa al ver cómo recuperé la silla al vuelo, exclamó regocijado:
—¡Caray! ¡Tan goido y tan jinete!

No hice el menor esfuerzo por desmentir el espontáneo e inmerecido piropo!

De inmediato nos tragó la selva con su profunda penumbra. No esperábamos, en medio del silencio y la soledad, encontrarnos con una casita recién construida, con su patio muy limpio y sembrado de flores. Un musculoso montañés con su mujer y un hijito de pocos años nos saludaron afectuosos. Cómo se encogió el alma al ver a estos campesinos tan ceñidos al bosque. Les expresé a los compañeros mi admiración por un hombre que, pasados los cincuenta años, tal era su apariencia, tenía la voluntad de comenzar una nueva y gigantesca tarea en tan agreste lugar. Entonces me informó Valeicaimen que se trataba de un laborioso campesino de Mao que había hecho prodigios con sus brazos para levantar una serie de conucos que la selva ocultaba; nos informó además, que hacía pocos días había vendido en Villa Generalísimo, en la feria de un miércoles, su primera cosecha: sólo de arroz… había hecho ochenta dólares; vendió además, habichuelas, maíz y otros frutos menores.

De nada valió dar muestras de compasión por nuestro prójimo: la noche nos alcanzaba sin misericordia. Comencé por recriminar a los peones por no haber tomado astillas de cuaba en Naranjito, como les había suplicado, para usarlas como antorchas si nos alcanzaba la noche. El Dr. Bueno buscó en vano la linterna eléctrica en su equipaje aprisionado por sogas y árganas. Decidimos no perder tiempo y avanzar, con la esperanza de abandonar el obscuro bosque lleno de cuestas peligrosas, y llegar a la parte llana del camino que no ofrece peligro. La noche avanzaba mucho más aprisa que nosotros. El mulo del Dr. Bueno resultó ser medio ciego en la obscuridad, se diría que falto de Vitamina A, obligando al querido compañero a convertir sus ojos de sabio médico en ojos de cuadrúpedo para evitar una caída mortal. Llegó plena la noche… y nos encomendamos a Dios: ¿quién no lo recuerda y reverencia en tales instantes? Llevados de su mano alcanzamos el llano, para ver desde allí, brillar en la obscuridad, las lamparitas humeadoras de la colonia de Río Limpio. Ya en el pobladito, reconocimos una gran casa montada en altos pilotillos y cobijada de zinc, que dejamos atrás.

Paramos en la casa de Antonio Valenzuela, ex-alcalde y “Sésamo ábrete” de Río Limpio. Veníamos recomendados por su compadre Don Leovigildo Fortuna y eso equivalía a que las puertas de su casita, de piso de madera y cobijada de zinc, se abrieran de par en par. Cuando pregunté por la casa grande que habíamos visto, me informó que en ella estuvo instalada la Administración de la colonia cuando estaba subvencionada por el Superior Gobierno. Mandó a buscar al encargado y le pidió que nos permitiera alojarnos en ella, pero éste no se atrevió a tomar esa decisión aún cuando estaba desocupada. Valenzuela, que acostumbrado al mando levanta fácilmente la voz, nos invitó, atronando, a que ocupáramos su casa y nos acomodáramos a nuestras anchas. Deshicimos las cargas y entramos nuestros efectos. Sobre la mesita del comedor leí los altímetros: el Naudet indicaba 760 metros y el Keuffel 2500 pies.

Sin perder tiempo, ofrecimos una propina para que nos buscaran los peones necesarios para la ascensión al Nalga de Maco que deseábamos iniciar al día siguiente temprano. Mientras nos confeccionaban una cena frugal, se iba perfilando una escena que nunca olvidaré.

Fueron llegando, uno a uno, prácticos y peones, casi todos fumando, y ya es sabido que para el campesino fumar y escupir en el piso es una sola tarea. Como ya habíamos escogido los dos rincones en cuyo suelo dormiríamos el Dr. Bueno y yo, comenzó en mi cerebro un complicado cálculo mental:

Tres salivajos para el Dr. Bueno, cinco para mí. Un salivajo para mí, dos para el Dr. Bueno, hasta llenar el cerebro de rayas y guarismos. Al principio elevé mis preces a Dios pidiéndole que hiciera el milagro de que los salivajos fueran pocos, pero cuando vi que ya todo el suelo estaba cubierto por ellos, cambié mi súplica y sólo clamaba porque se secaran antes de que hiciéramos las camas sobre nuestros impermeables. Como la Providencia nunca nos abandona del todo, a la hora de acostarnos no se había operado el milagro, pero el piso se había secado a medias.

Y comenzaron las anécdotas acerca del Nalga de Maco.

El primero en tomar la palabra fue un hombrecillo, pequeño de estatura pero fornido de cuerpo, viejo práctico y valeroso cargador de todas las escaladas al pico. Con voz chillona de tenor destemplado, con ritmo vivo pero monótono, dijo a la concurrencia:
—Utede ven, etiombre tan goido no sube nian de casualidá ai Naigue Maco. Ete se queda enei primei atolladero. Poique vean, ahí hay farallone parao comuese seto y aitísimo, y hay que dice subiendo poco a poco y agarrándose de la raice y de la piedra. I como ya son mucho lo quian subió, po ya casi no quedan piedra pa garraise, y la raice tan toa podría, y cuando uté se asujeta della na ma se quea con lo ripito en la mano. Bueno, ahí hay funia que hay que saitala, y ei que se cai ai fondo… ni sioye ei goipe, y no luencuentran ni lo pueico cimarrone. Y dipué, hay que di decaiso, o si no, se rompen ei pecueso enei primei rebalón. Hay que vei a ete goido subiendo poi eso farallone, (y soltaba una interminable y burlona carcajada). Bueno, eto goido dei pueblo no puen subí nian ai comienzo. Lo ma que puen jacei e llegai hata ei fime de la loma y veile de ceica la faida ai pico.

El Dr. Bueno y yo nos mirábamos, entre espantados e incrédulos. Como recordé entonces una vieja frase que usábamos los niños de mi época: “Más miedo que vergüenza”. Como le preguntara a otro práctico si todo cuanto decía el tenor era cierto, confirmó todo cuanto él había dicho. Al preguntarle de nuevo si era cierto que habían farallones verticales como el seto, contestó muy seriamente y exaltado:
—No, son ma parao quei seto!

Bueno, mi amigo y querido Dr. Bueno, dije yo, hay que ir a cualquier costo, porque bien vale exponer la vida para conocer algo que sea más vertical que una pared.

Muchachos, dije a los prácticos, mañana echaremos la suerte y apuesto a que ganaremos. Por donde suben Uds. con una carga a la espalda subiremos nosotros escoteros, y cuidado con quien pierde.

Pero dígame una cosa, amigo (dirigiéndome al tenor), si cuando uno está subiendo uno de esos farallones resbala y cae, lo hace sobre la tierra, ¿verdad?

No, qué va, respondió, uté cai en una funia que a lo mucho rato e que sioye ei goipe, uté lo va a vei si e que pue llegai.

Esta contestación, desde luego, no fue leña que atizara nuestro valor.
Nos informaron que, cuando se sube y se llega a la cima en que está colocada una bandera, es preciso retroceder por el mismo camino, porque el suelo está partido por profundas fisuras que impiden caminar el largo firme del picacho. Afirmaron que en vano han buscado camino para salvar esas fisuras.

Entre sus recuerdos figura una excursión del Dr. Canela con un alemán, quienes se devolvieron apenas habían caminado unos kilómetros por el llano. Afirman que la primera ascensión fue practicada por un oficial de nuestro ejército nacional y un ingeniero que fueron a talar la cima y colocar una bandera, sin que puedan recordar la fecha.

Sacamos como conclusiones ciertas: que la última escalada del pico propiamente dicho, una vez ganada la cima de la cordillera, toma unas tres horas; para llegar al firme de dicha cordillera se toma un día desde Río Limpio. Existe el peligro de las piedras sueltas, de tal modo que es preciso, cuando asentamos un pie, asegurarnos de que lo hemos puesto sobre una piedra que está fija y que puede sostenernos. Es cierto también que existen muchas fisuras profundas que es preciso saltar de orilla a orilla, algunas bastante separadas, y que hay farallones verticales que es preciso escalar sujetándose a las piedras y raíces, a veces flojas también. En resumen, parece cierto que es una escalada de tres peligrosas horas, aunque no hay recuerdo de accidentes mortales.

Despedimos a los visitantes pidiéndoles que vinieran temprano e hicimos nuestras camas sobre el húmedo piso. Invité al Dr. Bueno a que durmiéramos tranquilos, pidiendo a nuestros Genios Tutelares que alejaran de nosotros las pesadillas que pudieran angustiarnos con riscos, fisuras, vendavales y farallones.

Lunes 27 de Diciembre de 1954

Nos levantamos a las cinco de la madrugada. El cielo estaba espléndido, sin una nube, sólo turbado por la negra silueta del Nalga de Maco que teníamos al este franco. Comprendimos entonces que el camino, con la complicidad de la noche, nos había conducido a ciegas hasta ponernos detrás del pico, en tanto que, en Naranjito, lo teníamos al sur. Toda esa extensa y peligrosa vuelta había tenido como único objeto llevarnos al lado más alto y empinado del pico, de cuyas dificultades ya estábamos enterados.

Estaba en nuestro programa, aconsejados por Don Leovigildo, comprar en Río Limpio, arroz, habichuelas, plátanos, yuca y yautía, conocido que es una región productora de esos frutos. Así que, en cuanto llegaron los primeros peones hicimos diligencias para completar nuestras vituallas. También ordenamos una lata vacía y grande para llevar agua, a cualquier precio, toda vez que los prácticos afirmaban que nuestras dos grandes cantimploras, de dos y medio galones cada una, eran insuficientes. Ahí comenzaron las dificultades. Al mismo tiempo iniciamos la preparación de los sacos que habrían de llevar a la espalda los cargadores, ocho en total. Nos esperaba en el camino un práctico que cobraría mayor jornal: dos pesos cincuenta centavos él; un peso cincuenta centavos los cargadores, por día de trabajo. Cuando creímos que estábamos listos para la partida fuimos avisados de que había sido del todo imposible conseguir algo de lo ordenado: ni arroz, ni habichuelas, ni plátanos ni demás bastimentos. En cuanto a la lata para el agua, apareció una en el desprovisto colmadito, pero aún tenía un poco de petróleo: era imposible acondicionarla y lavarla en aquellos momentos.

En el último instante se derrumbaba la excursión: ni comida ni agua. Cuando urgíamos a los peones a que ayudaran a buscar los alimentos, respondían invariablemente:
—Eso es muy difícil. Todo, sin dar un paso ni sacarse siquiera las manos de los bolsillos.

Otro motivo de discusión era la insistencia de prácticos y peones en regresar del pico inmediatamente para volver a buscarnos cuando les avisáramos. Para nosotros era justificado temor permanecer abandonados a nuestra suerte con la floja compañía de Chicho y Valeicaimen, quienes, además de haraganes, desconocían el camino.

El Dr. Bueno, sin más ni más, y con la ira pintada en el rostro, dictaminó secamente:
—Entonces, no hay viaje. Hagamos las cargas para los mulos. Estuve de acuerdo con aquella medida extrema, pero no había alternativas.

En ese preciso instante y brillando el sol esplendorosamente, asomó por encima del Nalga de Maco una nubécula gris a gran velocidad. Todos gritaron a coro:
—Va a llover; si no quieren quedarse aprisionados aquí por los caminos intransitables, váyanse inmediatamente.

Me llené de pánico, porque es costumbre arraigada en mí, dar crédito a la opinión de los técnicos… mientras no haya prueba en contra.

El Dr. Bueno, hombre a quien gusta usar su cerebro sin ajenas muletas, resolvió dar un paseo para ver todo el pobladito y tomar fotografías, sin dar crédito a los que auguraban lluvia. Tras él, y siguiéndole un largo trecho, fue mi súplica, primero en voz baja y luego a gritos, para que pudiera oírla según se alejaba: le imploraba que anduviera con celeridad, que no esperáramos la lluvia en aquellos caminos infernales.

Me tocaba ahora la ímproba tarea de deshacer los sacos y hacer nuevos arreglos para los mulos. Chicho, haragán hasta el último instante, optó por la elegante tarea de llevarle el trípode al Dr. Bueno, disimulando la mayor tarea. Como habíamos pagado a cada cargador cincuenta centavos por la pequeña molestia de haber venido hasta nosotros desde sus casas vecinas, creí que podría pedirle alguna ayuda en favor del Valeicaimen: ilusión vana, no se movieron. Así, el Valeicaimen haciendo lo que podía y el Dr. Bueno haciendo fotografías, el reloj marcó las 10, cuando ya los negros nubarrones que cruzaban sobre la aldea no hacían reconocer que no fue un loco vaticinio el anuncio de lluvia, sino que aquellos campesinos leían lo cambios del tiempo, como un buen lector comprende una frase escrita en su propio idioma, en un libro abierto y a plena luz. Envié recados al Dr. Bueno en los más variados matices del idioma: desde algunos amenazantes hasta súplicas mojadas de lágrimas. Algún efecto surtieron en el alma del querido compañero porque al fin asomó a lo lejos seguido de un grupo de curiosos: no como un “roba la gallina”, sino como un Maestro con su cohorte de fieles discípulos; como Maestro, digo, porque cabe suponer que venía explicando a los montañeses los secretos de la fotografía, las cualidades de un lente anastigmático libre de aberraciones, la velocidad de la luz y como decrece su intensidad en razón inversa del cuadrado de la distancia.

Al fin… que toda agonía se resuelve, salimos a paso vivo, porque ya nadie dudaba de que la lluvia nos pisaría los talones. En tanto trotábamos, expresábamos de viva voz nuestras gracias mejores y con algunas contracciones de los músculos faciales tratábamos de imitar sonrisa y alegría, que en nuestro interior maldecíamos a tanta gente haragana y poco servicial. ¡Ah! ¡Qué sabio Mark Twain cuando hizo su elogio a la mentira!

Deshicimos el camino, pero saboreando ahora aquellas bellezas que no habíamos gozado a la ida por la obscuridad; repasamos mentalmente los peligros que sorteamos la noche anterior sin darnos cuenta y una vez más damos fe de la verdad de aquel viejo adagio que reza: “Lo que ojos no ven, corazón no siente”. Sufrimos los mismos resbalones que a la ida, pero ahora consolados por la idea de que tomaríamos un sabroso baño en el último paso del río Artibonito junto a Naranjito.

Y allí llegamos después de la una. Cuando estamos en ese paso del río ocupamos el fondo de un profundo hondón. Brilló entonces el sol encima de nuestras cabezas y el cielo quedó sin una nube, lo que nos permitió, creyendo que la lluvia se había alejado, gozar a cabalidad de aquel idílico rincón.

Echamos las cargas sobre la pedregosa playa, pusimos a la vista el saco que contenía la comida y luego tomamos el baño.

Como sintiéramos el agua excesivamente fría, introdujimos el termómetro en el río para que luego nos hiciera sus confidencias: fueron aterradoras, el agua estaba a 12-1/2 grados centígrados. Si se recuerda de las aguas de Río Grande en Constanza, en pleno invierno, están generalmente a 16 grados centígrados, se comprenderá nuestra sorpresa.

Empero, no era como para huir de tan limpias aguas después de dos días desaseados, y ya con los vestidos sobre las grandes rocas azuladas de la orilla. Zambullimos de súbito para tener primero una sensación dolorosa que muy luego se transformó en anestesia de la piel. Caló el frío en lo profundo hasta hacer resentirse al pobre esqueleto. Chicho y Valeicaimen, medrosos, no se acercaban al agua, siendo preciso salpicarlos para decidirlos al suicidio. Vimos una vez más cómo nuestros montañeses temen el frío, a pesar de que lo soportan hasta el estoicismo cuando no hay otra alternativa.

Terminado el baño nos dimos a la comida. El Dr. Bueno, con su proverbial afabilidad, me ofreció asiento: un minúsculo catrecito que portaba; se diría que quiso decirme: —Acomódese, que la cosa va a ser larga. Antes de abordar la suculenta tarea, desenfundé los altímetros: el francés indicaba 625 metros y el alemán 2050 pies, que reducidos a metros son 625 metros también. No había lugar a discusión ni pesimismo: el alemán y el francés habían llegado, ¡por fin!, a estar de perfecto acuerdo y para celebrarlo pregunté al Dr. Bueno el precio del Keuffel.
—El amigo que quiere venderlo, me contestó, pretende cinco pesos.

Sentí cosquillas en la cartera y le pasé la misérrima suma al compañero: ¡a qué bajo precio fue cotizado este alemán! ¡y de tan alta calidad!

Los días anteriores pasados con escasa comida, el ejercicio y el baño, aunaron sus esfuerzos para ponernos hambrientos, apetito que saciamos como salvajes. Lo de salvajes cuenta para el Dr. Bueno y para mí, que para calificar lo que hizo Chicho allí… no se ha inventado el adjetivo todavía.

El bellísimo rincón, el amplio remanso que hace el río al trazar una cerrada herradura, la sabrosa comida y la charla amena, forman un recuerdo que perdurará en mi memoria por toda la vida. Son esos recuerdos los que, al correr de los años, dan sabor y sentido a la pasada existencia.

A unos metros de nosotros confluía un raquítico arroyo que más que corría se arrastraba: nos informaron que se llama Maniel.

Apenas habíamos terminado y cuando ya nos disponíamos a montar las cargas, comenzaron a cruzar en la altura espesos nubarrones. Aceleramos la labor y abordamos la larguísima y empinada cuesta que habría de conducirnos a Naranjito. Los mulos, obligados por la pendiente, avanzaban trabajosamente con lentos pasos, en tanto que las nubes volaban como flechas: a todas luces, íbamos perdiendo la porfía, y así, cuando llegamos a las primeras casas del poblado cayeron las primeras gotas de lluvia. Miramos hacia el Nalga de Maco que teníamos al sur y muy cerca, y lo vimos enlutado, cubierta su larga cima por ominosas nubes.

No habíamos pensado todavía en dónde pediríamos asilo. Se robaba nuestras miradas una casita que, bajo dos gigantescas matas de mango, ocupaba la parte más prominente del pobladito; por añadidura, era la más grande y mejor construida. Al preguntar quién la ocupaba, nos informaron que tenía allí su oficina el Practicante de Sanidad.

¡Ah! ¿sí? me dije, pues voy inmediatamente hacia el colega a pedirle hospitalidad, y allá nos llevaron los mulos.

Ya en la puerta, y desde allí el panorama era espléndido, pregunté si estaba el Practicante. Asomó, todo cordialidad, un espigado indio, a quien le expliqué que estábamos a las puertas de un temporal y no teníamos refugio. Nos invitó a entrar y puso a nuestra disposición cuanto pedíamos: dos rincones en donde extender nuestras frazadas durante la noche.

La lluvia, que arreciaba, nos obligó a descargar con celeridad. Colocamos en un rincón, mi cámara fotográfica, altímetros y demás bultos de mi pertenencia, y en el otro el equipo del Dr. Bueno: y con ello, nos repartimos como buitres, una buena parte del salón de la casa, ya recargado con el doble oficio de sala de recibo y consultorio médico. Como los cuatro serones de nuestras cargas se robaron otro buen pedazo… el saqueo fue casi total.

Arreció aún más la lluvia, comenzó a soplar una brisa huracanada y nosotros a calarnos las prendas de lana. Mas, la suerte me había sido infiel en esta ocasión; de lana, sólo había puesto en mi saco las prendas de dormir, y comenzaba a sentir escalofríos y a temblar; temblaba tanto de frío como de miedo, porque la casita vibraba a cada ráfaga violenta, como si fuera a volar hacia la profundidad. El Dr. Bueno, felizmente, Sacerdote de la Diosa Precaución, llevó sobrante un pequeño abrigo de lana, color de los monos, y que el lavado había hecho de las mangas unos tubitos como para recién nacidos: me lo entré por la cabeza con la ayuda de Dios, para sentir de inmediato un agradable calor en el tórax.

Vinieron entonces las obligaciones sociales. Supe que el nombre de nuestro amigo, el dueño de la casa, era Leopoldo Rodríguez Miranda, y conocí a su señora esposa y a sus dos hijitas, una de un poco más de un año y otra como de tres.

Ordenamos una pobre cena, porque todo nuestro pensamiento estaba fijado en la tempestad: ya nos habían advertido que estábamos sitiados, aprisionados por los caminos intransitables, y que probablemente tendríamos que permanecer varios días allí.

Llevé varios velones, pequeños cirios de fuerte diámetro. Hicimos lumbre con unos cuantos de ellos, fijados sobre la mesa. Recordamos al inmortal Campos y su danza “Vano Empeño”, porque empeño vano era tratar de conservar encendidos los velones. Aún con las puertas cerradas, la brisa dentro de la casa tenía la violencia de un ciclón y apagaba las velas. Envié entonces a uno de los peones a comprar una lamparita criolla de hojalata, una “jumeadora”, quedando resuelto el problema tan importante de la luz.

Pregunté a Leopoldo el misterio del gran número de cruces del cementerio en una aldea de tan poca población. Me confirmó que casi todas pertenecían a niños que morían de diarreas y edemas por avitaminosis debido a la falta de leche de vaca. No puedo afirmarlo con seguridad, pero me parece haber observado la notable ausencia de lactantes en el pobladito: fueron briznas que se llevó el viento.

La humedad era terrible y ya comenzaba a empaparse todo. Por las grandes rejas de las ventajas y por el alero de la casa entraba la lluvia hecha polvo, haciendo ingrata la permanencia en la sala El único recurso fue acortar la charla de sobremesa, hacer las camas y cubrirnos de pies a cabeza con las frazadas de lana. Durante la noche fue en constante aumento la furia del viento, la casa temblaba y nos despertábamos constantemente.

Martes 28 de Diciembre de 1954

Amaneció con el tiempo en el mismo pésimo estado de la noche anterior. Nos levantamos a eso de las seis. Tomé la brújula y salí a la galería para orientarme. La casa tenía su frente hacia el oeste franco. Hacia el sur, y como si dijéramos, detrás de la cocina, estaba la inmensa mole del Nalga de Maco envuelta en nubes que cruzaban con premura de flecha. Hacia el norte el pueblecito, y más allá la compacta masa de la Cordillera Central. Estábamos en un verdadero cañón, entre la Cordillera Central y el Nalga de Maco. Entre esas masas montañosas hay otras de menor altura que las unen, en una de las cuales estábamos nosotros, de tal modo que, mirando hacia el este, veíamos el llano en lo profundo, a la distancia, dando la sensación de que el sol saldría a nuestros pies. La existencia del inmenso cañón explicaba la violencia de la brisa que, soplando desde el este, se iba encajonando hasta llegar a la parte más estrecha que ocupa la colonia de Naranjito, de la cual, en la parte más prominente, estaba la casa que ocupábamos. En fin, era algo así como estar en la misma boca de un fuelle descomunal por el que salía bramando el huracán.

El espectáculo era maravilloso y subyugador. La niebla se movía a velocidad vertiginosa; en un instante cubría kilómetros del paisaje para dejarlos libres en otro tiempo igual; a veces, por entre las masas de niebla, entraba un rayo de sol que iluminaba alguna casita o algún pintoresco rincón de las lejanas montañas. Podíamos darnos cuenta de que estábamos frente a la región más montañosa que habíamos visto en la República: sólo la fotografía puede mostrar la profusión de lomas que sellan toda aquella vasta región. Pusimos las cámaras en los trípodes para tomar, como si se dijera al vuelo, las escenas relampagueantes que se presentaban a nuestros ojos azorados por el nuevo espectáculo.

El que pensábamos que sería un día de puro aburrimiento, resultó en verdad una sucesión de gratísimas horas. Voló rápido el tiempo, de tal modo, que cuando creímos que era el medio día estábamos ya en plena tarde, tarde adornaba con una noticia sensacional para el pobladito: iban a sacrificar un cerdo para la venta pública. Desde nuestro elevado observatorio y ayudados por los gemelos, estábamos en realidad en todas partes. Así, habíamos gozado de las escenas callejeras durante la mañana y ahora íbamos a reírnos, al través de los cristales de aumento, del ajetreo de la carnicería y del rito de la matanza. Luego, el Dr. Bueno resolvió desafiar a la brisa y a la lluvia y me invitó a que lo acompañara a la pulpería que estaba frente a la pequeña carnicería. Allá nos fuimos, de resbalón en resbalón y empujados por la brisa y la llovizna para encontrar una alegre reunión. Sobre el mostrador jugaban al dominó cuatro expertos en el juego; uno de ellos, dueño de la pulpería, a todo comprador que reclamaba algún artículo le contestaba invariablemente: “No hay”. Cuando le hice observar que estaba mirando en la tramería algunas de las cosas que solicitaban sus clientes, me dedicó tamaña “cortada de ojos” y se resolvió a hacer algunas ventas, a la carrera, para no hacer esperar a los compañeros del dominó. Uno de los jugadores era Leopoldo, magnífico cuentista. Como surgieron chistes e historias, llegado su turno nos ofreció, magníficamente relatado, el siguiente cuento, que es toda una filosofía:

Había una vez… un señor que estaba en la mayor pobreza, pobreza tanta como su ignorancia. Un día, para él de júbilo, acudió a su cerebro una idea salvadora: escribir una carta a Dios pidiéndole ayuda. Tomó papel y lápiz, y con su trabajosa caligrafía, contó a Papá Dios sus miserias, sus urgencias, sus desventuras todas, terminando por pedirle cien pesos; sobre la envoltura estampó: “Para Papá Dios”. Llegada la carta al correo, fue grande el problema para encauzar la misiva hacia su destinatario. Uno de los empleados, más avispado que los otros, adivinó que se trataba de algún pobre ignorante y resolvieron abrir la carta y leer su contenido. Informados de los apuros del solicitante fueron empujados por la piedad a hacer una colecta entre ellos y así reunieron la suma de setenticinco pesos, que hicieron llegar de inmediato al aturrullado pobrete. Pasaron unos días cuando, para sorpresa de todos en la oficina de correos, llegó otra carta dirigida a “Papá Dios”. La abrieron para leer estupefactos:

Mi querido Papá Dios:
“Muchas gracias por la ayuda que me enviaste hace unos días: con ese dinero resolví mis problemas más urgentes. Sin embargo, no han terminado mis apuros, y necesito ropa, comida y medicinas. Te pido que de nuevo me ayudes con otro dinerito; eso sí, que no me lo vuelvas a enviar por el correo, porque de los cien pesos que mandaste, los empleados de la oficina se robaron veinticinco.
Tuyo,”

El cuento, que es de primera, nos dice de los inconvenientes de prodigar favores, cuando es tan fácil negar asistencia al que la necesita; en eso, todos estarán de acuerdo, pero y qué de aquél interno regocijo cuando nos damos, alma y cuerpo enteros, a llevar consuelo, ayuda y seguridad al prójimo?

La colonia de Naranjito fue fundada con aquellas familias que residían en la Cidra y otras regiones de la sierra declaradas Parque Nacional y que lleva por nombre “José Armando Bermúdez”. Muchos de ellos nos conocían porque habían recibido nuestros cuidados médicos. Nos enteraron entonces de que el camino más cómodo para escalar el Nalga de Maco es por la vía de Monción y la Cidra; por ese camino se puede llegar a lomo de mulos hasta El Hojaldre, picacho en donde está edificando el pequeño poblado de “Francisco José”, a una altura más o menos igual a la parte más baja del Nalga de Maco. Por esa vía ha hecho sus escaladas el Dr. Canela, siempre con éxito. Nos describieron unas cuevas gigantes que existen en las laderas del lado sur del pico, a las que se llega por aquel camino; a su decir, existen en ellas unas estalactitas y estalacmitas que un hombre no puede rodear con sus brazos, además de altísimas; afirman también, que el techo tiene una decoración de filigrana. Esto nos hizo pensar que existen en el Nalga de Maco grandes masas calizas, como parecen atestiguarlo unos farallones, del más puro blanco, que existen y veíamos con claridad en la ladera norte. Inútil aclarar, que hicimos de inmediato la resolución de intentar la escalada por aquella vía, sea en la próxima Semana Santa, sea en los días de Pascuas del entrante año de 1955. Estaba en la pulpería un práctico que condujo una expedición de alpinistas americanos y nos aseguró, contradiciendo a los prácticos de Río Limpio, que puede caminarse sin peligro todo el firme del Nalga de Maco, agregando que ellos subieron por la parte oriental y descendieron por la occidental; negaron la existencia de aquellas fisuras que, según aquéllos, eran insalvables. Desde la misma pulpería podíamos ver la cima del Hojaldre, que está más al este y más al sur del Nalga de Maco.

Nos fue curioso notar la gran cantidad de enfermedades de la piel que existen en todas esas regiones, desde Villa Generalísimo hasta Río Limpio. También fue impresionante el número de niños con las piernas deformadas, unas arqueadas y otras anguladas, probablemente por viejo raquitismo. En la pulpería vimos nuevas muestras de todo ello.

Con la tarde que moría turbada por las voces de los que pedían carne frente a nosotros, vino a nuestra mente el recuerdo de la cena. Compramos tres libras de carne de cerdo y un buen montón de plátanos; Leopoldo contribuyó con yuca y yautía de su propia cosecha, y ya estaba todo listo para el salcocho.

Ya casi de noche regresamos a nuestra casita; nos informó la señora de Leopoldo que el salcocho marchaba a toda satisfacción. A eso de las siete fuimos a la mesa muertos de frío y calados de humedad. El salcocho caliente y suculento hizo la maravilla de hacernos entrar en calor y enrojecernos las orejas. Chicho, amante sin par de chistes, adivinanzas y cuentos, venía siempre a la carga, hasta hacerme agotar el pobre repertorio.

Sólo entonces, renovados por la cena, abordamos el temido tema del regreso. Afirmaban todos que era imposible salir, ni aún a pie. Leopoldo nos contó sus aventuras por aquellos caminos en que se jugó la vida cien veces en un día, terminando con el consejo de quedarnos allí por varios días hasta que los caminos mejoraran besados por el sol. Aquella charla era a puertas cerradas, bajo la lluvia que nos alcanzaba hecha polvo al través de las rendijas y azotados por la brisa que se colaba también. Por nuestra parte, no comprendíamos la imposibilidad de salir a pie, y decidimos intentar el regreso al día siguiente temprano aunque continuaran la lluvia y el viento. Para mayor seguridad, resolvimos tomar algunos peones extras; tomaría yo un par a mi servicio, con la exclusiva tarea de levantarme del lodo a cada caída y de sostenerme en los lugares de peligro. El Dr. Bueno, siempre lúcido y en sus cabales, tomó uno para que le llevara su cámara de cine que es muy pesada. Chicho y Valeicaimen atenderían a los mulos. Para darme valor, aseguraba a los presentes que, con mi bastón de alpinismo y mis dos nuevos secretarios, pasaría victorioso… “hasta las de Caín”. Por su parte, se burlaban de nosotros apostando a que no podríamos subir… ni la empinada cuesta que arranca del mismo poblado, ni en mulos ni a pie.

Consultábamos de continuo los altímetros observando la presión. Desde la primera noche había comenzado a subir, de tal modo que ya a las 10 había alcanzado la altura que tuvo el día en que por primera vez pasamos por Naranjito: era un seguro vaticinio de que el mal tiempo comenzaría pronto a mejorar. Poco a poco las ráfagas fueron espaciándose y luego disminuyeron de intensidad. Antes de irnos a las camas, y entiéndase que me refiero al suelo de nuestros rincones, abrí la puerta y salí a la galería. Para general regocijo, se veían brillar con timidez unas tres estrellas, y la luna se adivinaba al través de las masas de neblina que, no había duda, eran de menor espesor. Durante toda la noche hice mis incursiones a la galería: a las once conté hasta nueve estrellas, a la una pasaban de ciento, y a las cuatro de la madrugada el cielo estaba limpio, brillaba la luna y sólo se veían algunas nubecillas en derrota. “Como todas las cosas están llenas de mi alma”, creí ver en el titilar de las estrellas mí propia alegría. A las cinco no pude más: me levanté, calcé mis vestidos de viaje y me fui detrás de la casita para mirar hacia el Este: un rosado amanecer me ofreció su fresca sonrisa ante la presencia de unos cirros grises ribeteados de rojo que igual que yo admiraban el diáfano confín. Hice levantar al Dr. Bueno y a Chicho para dar comienzo al presuroso trajín de los que regresan al hogar después de unos días de ausencia, sumidos en la dura vida de la montaña, vida de Dioses y de ascetas.

Miércoles 29 de Diciembre de 1954

Me tiré al patio. El Nalga de Maco, con su mole azul negruzca, producía una vista espectacular a tan corta distancia. Ordenamos el desayuno, hicimos las cargas y ya a las ocho estábamos listos para la partida. La sombra de nuestra casa, cobijada por los mangos, se proyectaba en la parte baja del pobladito hasta muy cerca de la pulpería, como si fuera a dar un cariñoso buenos días a sus vecinas de enfrente: la Rolleiflex recogió aquella amable muestra de urbanidad. Nos hicimos en expresiones de gracias con Leopoldo y su señora esposa, dedicamos unas caricias a las niñitas, y trepamos a los mulos, listos a desmontarnos ante la presencia del menor peligro. Vimos entonces algo nuevo que nos llenó de asombro: los caminos estaban oreados como si los hubiera secado un día de sol. Nos explicaron que, como dejó de llover desde las 10 de la noche anterior continuando la brisa con bastante violencia, los caminos no tuvieron otro recurso que levantar el sitio que nos habían montado. Optimistas, abordamos la empinada cuesta que se inicia en el poblado mismo, pero a poco bajamos de los mulos para continuar a pie. Una vez en la parte más alta, que es llana, montamos las cámaras y tomamos algunas fotografías de Naranjito y sus alrededores. Montamos de nuevo en los mulos para iniciar una nueva subida: en ella resbaló mi mulo, cayó de lado, y tuvo la segura intención de quedarse allí durmiendo una siesta. Lo hicimos volver a la realidad y desde entonces seguí a pie definitivamente. Aunque el león no era tan fiero como lo pintaban, el camino era realmente infernal y peligroso.
A poco de continuar la marcha, el amigo Chicho le dijo a uno de mis nuevos secretarios que le llevara de la mano el mulo que conducía; por su parte, siguió arreando con una larga vara. Un rato después, como quien no da importancia a la cosa, invitó a mi otro secretario a que tomara la vara y castigara al rnulo cuando fuere de lugar, en tanto que siguió como quien va de paseo, sin tareas que realizar. Me dispuse a lanzarle algunas puyas, y comencé por decirle:
—Compae Chicho, Ud. tiene tamaño cuerpo; debe pasar de los seis pies de altura, y mire esos músculos.
—Ligó, me contestó, sin disimular su orgullo, y la fuerza que yo tengo; para mí no sería nada llevar a la espalda doscientas libras desde Río Limpio a Naranjito. Además, soy fuerte caminando, con el machete, con el hacha, como quiera.
—Compae Chicho, seguí yo, si ese cuerpo lleno de fuerza y juventud se fajara con el trabajo, sería una maravilla.
—Ligó… Ud. está por decirme haragán, pero mire, yo no soy haragán. Cuando hay obligación de trabajar no hay quien me gane; pero es que papá siempre me decía que “el cuerpo que se maltrata se gasta”, y “que hay que llevar siempre la cosa al pasito, al pasito, y ponerle las cargas chiquiticas, chiquiticas, y si es posible… echárselas a otro”, porque así es como dura muchos años.

¡Caramba!, me dije, si es que tengo de frente a un filósofo que ha hecho de la filosofía una regla insuperable de higiene. Entonces reconocí cómo una observación empírica se adelanta en término de años a un conocimiento científico. Sólo últimamente he leído en obras de Psicosomática lo que Chicho me estaba diciendo. Aquellas personas vivas de genio, emprendedoras, rápidas en el trabajo, afanosos de iniciar siempre nuevas empresas, terminan, generalmente, por presentar diversos trastornos nerviosos y por añadidura una porción de enfermedades somáticas: úlcera de estómago, arterioesclerosis, hipertensión, angina de pecho, infarto de miocardio. Y sólo ahora, tras los estudios luminosos de Selye y otros autores, se ha conocido la secuencia de fenómenos fisiológicos que, exagerados, producen esa serie de quebrantos, muchos de ellos mortales. Esta actividad multiplicada estimula nuestras glándulas de secreción interna, y así, la Hipófisis segrega ACTH, substancia que actúa sobre la suprarrenal para hacerla segregar una serie de substancias entre las que conocemos muy bien la Cortisona y la Desoxicorticosterona; con frecuencia esta última pasa en exceso a la sangre para producir una porción de enfermedades, como artritis reumatoide y las ya citadas: hipertensión arterial, esclerosis del riñón, arterioesclerosis generalizada, periarteritis nudosa, infarto de miocardio, etc. Cómo se abisma el espíritu ante la intuición de los hombres! Cuarenta años antes de que Selye vislumbrara estos complicados fenómenos de la más alta Fisiología que conllevan enfermedad y muerte, ya el padre de Chicho, de seguro aprendido de sus padres y abuelos, sabía que la vida hay que llevarla a paso lento, encomendarle livianas tareas, y a ser posible… rehuir las cargas, aunque fuera necesario usar de la técnica cruel que me confiara Chicho: salvar nuestro pellejo echándole la carga al compañero, aunque éste se desuelle y llene de mataduras. ¡Ah! Chicho amigo, me hiciste recordar que desde hace tiempo estoy luchando por aprender a respetar la ajena psicología, a “observar sin juzgar” como aconseja Krishnamurti. Por un instante había olvidado que “comprender es perdonar”, y en olvido había echado también el bello pensamiento de Wilde: “Egoísta no es sólo aquél que quiere todo lo bueno para sí, sino también aquél que quiere que todos piensen y actúen como él cree que debe pensarse y actuarse”. Chicho, te debo, no un gallo como Sócrates a Esculapio, pero sí las gracias del alma por la lección que me diste, esa lección nunca aprendida de perdonar, de dejar que cada cual piense y actúe a su manera, y de no juzgar la vida y actos ajenos. Me mostraste una vez más, querido amigo, cómo la chispa del genio brota del cerebro de los hombres, ignaros o cultos; testimonio de ello, ese empírico conocimiento de higiene mental y física que es de viejo sabido por los campesinos, y que sólo en años recientes han vislumbrado los hombres de ciencia, tras innúmeros exámenes de laboratorio, investigaciones en conejos y curíes, y largo estudiar y meditar.

No obstante este higiénico filosofar, el camino seguía haciendo de las suyas; a turno resbalábamos y caíamos en lodazales y rampas enjabonadas, sin que, desde luego, apareciera aquel peligro de muerte de que tanto nos hablaron en Naranjito. Saboreamos de nuevo las empinadas cuestas que aprisionan en su fondo al arroyo del Café; hicimos piruetas llenas de donaire en la altiplanicie de la Loma de la Peonía, y por segunda vez probamos las amarguras de su ladera norte, ahora descendiendo.

Como el Dr. Bueno se rezagara tomando panorámicas con su cámara de cine de todo el inmenso valle del yaque, seguí solo, dejando que el mulo gozara libremente de su lento capricho. Pronto llegué a La Vereda y me senté a la grata sombra de una de sus casitas: contrastó con el fiero recibimiento del perro guardián, la amable acogida de la viejecita de la casa: esfuerzo hube de hacer para que no se molestara colándome café. Durante media hora gocé del panorama, bello e inmenso, en cuyo fondo esfumado se adivinaba la silueta del Morro y se percibía claramente la mancha azulada del mar.

Reunidos todos de nuevo, seguimos por caminos en que ya no había peligro alguno, el suelo formado por arena fina enmarcado entre laderas de granito en pura descomposición. Recordé entonces que Willy Lengweiler, el sabio geólogo suizo, afirma que en esas masas graníticas de nuestras montañas se encierra el oro de nuestra República, vaticinando que mientras haya lomas en la isla habrá oro en sus ríos. Vimos entonces con claridad el porqué del gran contenido del rico metal en las arenas de los arroyos y ríos de toda aquella región.

Medio cansados, llegamos a Villa Generalísimo a las dos de la tarde, con la buena suerte a los pies: frente a la casa de Don Leovigildo, en donde nos hospedaríamos, estaba estacionada una camioneta que saldría a las cuatro hacia Ciudad Trujillo y que podría llevarnos a Santiago. ¡Qué sueño aquél! Amanecer en Naranjito, algo así como el fin del Universo, y dormir en nuestro hogar esa misma noche. En tanto, nos fue preparada una sabrosa comida. La amabilidad incomparable de la familia Fortuna dejó huella profunda en nuestros corazones.

A la hora de tomar la camioneta faltaba espacio y sólo la cortesía de uno de los pasajeros me permitió asiento hasta Santiago Rodríguez. Pensamos entonces tomar algún carro o camión en esta última localidad que nos llevara a Santiago esa misma noche. Mas… entre el dicho y hecho hay mucho trecho. Una vez en Santiago Rodríguez no apareció transporte y nos fuimos al magnífico hotel en donde tomamos posada, resignados a irnos en el ómnibus que saldría a las cuatro de la madrugada siguiente.

Una lujosa habitación con su impecable cuarto de baño fue un refugio que agradeció la cansada anatomía. Ducha con agua fresca, fricciones con alcohol, polvos de talco, un poco de perfume en el pañuelo, y luego la sabrosa cena.