Excursión Club Alpinismo Santiago

Excursión del Club de Alpinismo de Santiago
al Valle Nuevo y al Pico de la Sabana Alta o
Alto de la Bandera (Abril de 1947)

Alpinismo para Damas, Caballeros y Niños

por el Dr. FEDERICO W. LITHGOW CEARA

Adaptado de “Relatos del Dr. Federico W. Lithgow Ceara. 1979. Boletín de la Sociedad Dominicana de Geografía. Vol. VIII, No. 8

Transcripción de Fritz José Pichardo Marcano.

Biografía de Lithgow Ceara

He realizado un viejo y acariciado deseo: me apresuro a dar las albricias a los jóvenes que aman nuestras lomas, pero que temen a la aventura de su escalamiento por miedo a realizar esfuerzos que parecen insuperables.

En este bello y rápido viaje conduje, a casi dos mil novecientos metros de altura, a dos damas y pico: el pico, entiéndase bien, corresponde a un niño de 13 años, mi hijo César.

Para que un viaje resulte agradable, hay que realizarlo como se hace un matrimonio: de improviso, sin pensarlo mucho, porque en materia de excursión y matrimonio, es inútil razonar: fallan todas las previsiones.

Con tres días de antelación, nos pusimos a preparar esta excursión al Valle Nuevo: Ulises Franco Fondeur, el veterano del Pico Trujillo; el caballero Dr. Salomón Jorge; magnífico compañero a quien era preciso foguear; el pequeño César, a quien había que iniciar en la vida, porque vivir equivale a escalar una montaña, sentir el corazón que se angustia por el esfuerzo, llenar los pulmones de aire puro, y ya en la cima, entre peñas y nubes, admirar un panorama inmenso que llene de júbilo el alma y de colores las pupilas. El otro compañero era yo… el viejo que especializa en mal aconsejar a los jóvenes buenos e incautos.

Para la partida escogimos la madrugada del próximo Jueves Santo. Iríamos en una camioneta nueva del amigo Ulisito. Por teléfono ordené a mi magnífico guía, Emiliano Santos Delgado, de las Aullamas de Constanza, que me esperara a las nueve de la mañana en el puente de Río Grande con cuatro animales de silla y dos de carga. El programa consistía en tomar en ese lugar los mulos y llegar al Valle Nuevo en la tarde. La víspera tuvimos noticias telefónicas de que el tiempo en Constanza era bueno, pero con ligeras lloviznas.

Los preparativos fueron pocos: comida para tres días, toda la ropa que pudo conseguirse, y media docena de cámaras fotográficas, con películas blanco-negras y en color.

A las tres de la madrugada del jueves nos levantábamos. Antes de las cuatro Ulisito llegaba a mi casa con la camioneta. Para mi sorpresa, rebujadas en la oscura casilla, dos damas estaban junto al amigo. Mi primera impresión fue de temor: ¿mujeres para el Valle Nuevo?, le dije a Ulisito. Se trata de mi señora y de una amiga, Bernardita Muñoz, me contestó, seguramente que se quedarán en Constanza. Me tranquilicé a medias, pues aquello del “seguramente” nada afirmaba. Subimos los corotos, y a buscar a Salomón!

En la parte posterior de la camioneta, entre sillas de montar y cajas de alimentos, hicimos por acomodarnos Salomón, César y yo: en la casilla, Ulisito con su carga elegante. Pasamos por Moca oscuro todavía. Tomamos el ramal que conduce a Jarabacoa, cerca de La Vega, cuando amanecía. Ya en Jarabacoa, no eran las seis todavía. Sin parar, abordamos el Barrero y luego la Sal. Desde Paso Bajito admiramos la fantástica mole del Mogote, durmiendo todavía entre su abrigo de nieblas. Luego, llevados por una carretera de impecable lomo, ganamos La Pista, El Río, Rancho Quemado, Tireo y Portezuelo: no era posible soportar por más tiempo el deseo de admirar aquellos panoramas. Nos bajamos, para desde el alto de Portezuelo deleitarnos con la vista siempre grata del Valle de Constanza. Entablamos allí la primera conversación con los compañeros de la casilla, pues el vidrio posterior impedía toda comunicación hablada. Pregunté a Doña Alsacia y a Bernarda cuál era su programa.

—Bueno, me respondieron, si es cierto que en el hotel de Constanza no quedan habitaciones disponibles, porque hay un grupo muy grande de personas de Santiago y de Ciudad Trujillo, no tendremos otro recurso que seguir con Uds. al Valle Nuevo.

—¡Al Valle Nuevo!, ¿y con qué ropa? —les dije.

—Si la que llevamos no es suficiente, nos iremos a esa fogata de los peones que describe Ud. en uno de sus viajes anteriores.

Damas de tal bizarría llevan a liza al peor caballero. No tanto, muchachas, respondí, mi ropa de lana será de Uds. en caso de necesidad, que para uso de caballeros se hicieron las fogatas. Quise saber la fuente de ese intrépido deseo, y lo adiviné al instante: un grupo de damitas de la mejor sociedad vegana hace pocos días instalaron su club de alpinismo femenino y realizaron su primera ascensión a una montaña vecina. Nuestras amiguitas oyeron la llamada y estaban allí para responder, acompañándonos en la excursión. ¡Ese es Santiago!: aquéllas ascendieron a 500 metros, y éstas querían hacerlo a casi 3000: a emulación honesta, nadie le lleva ventajas a esta sultana del Cibao.

Pasamos por Constanza y no se nos ocurrió preguntar si había habitaciones disponibles en el hotel: ya nuestras amiguitas eran compañeras amables de la aventura, y todo nuestro esfuerzo en lo adelante consistiría en hacerles llevadero el viaje, colmarlas de atenciones y cuidados, tratando de llevarlas a los picos que pensábamos escalar, para hacer de su inocente deseo una agradable realidad. Fuimos informados de que la carretera de Constanza al Valle Nuevo estaba en perfectas condiciones, aunque muy estrecha todavía: ya se había ordenado aumentar su ancho en dos metros más. Decidimos continuar en la camioneta hasta allá, y al pasar por Río Grande ordenamos a Emiliano, que puntual a la cita nos esperaba allí con las monturas, que saliera para el valle con sus mulos escoteros.

Pasado el puente de Río Grande abordamos inmediatamente la loma: un sol radiante nos iluminaba todos los rincones bellos del panorama.

Entre pinares, con temperatura fresca, sentimos palpitar más de una vez los corazones: las pendientes violentas, las curvas cerradas de la estrecha carretera, los abismos que veíamos a nuestros pies, eran motivos para hacer cosquillas al instinto de conservación. Más de una vez el motor de la camioneta adquirió temperaturas peligrosas y perdía fuerza: otras tantas nos detuvimos hasta que se enfriara. Cada susto de nosotros era medio susto en las compañeras: estaban resultando de calidad. En las paradas recogíamos flores silvestres: todas lucían llamativos colores como correspondía a un día de fiesta, y muchas eran endemismos de esas regiones, es decir, que el botánico que desee conocerlas en su propia casa, olientes y vivas, tiene que recorrer algunos miles de kilómetros y venir al Valle Nuevo: de lo contrario, que las conozca hechas una sombra en los museos de botánica, secas y momificadas, en oscuros cajones, nostálgicas de su tierra prodigiosa y de su cielo azul.

Como no hay mal que dure cien años, llegamos por fin a las casas del Generalísimo: allí todo fue alegría, al abrazar a los viejos amigos que cuidan de ellas, hechos todo amabilidad para acomodarnos. Estrechamos al risueño Mimín y al garboso Valenzuela; la señora de éste estaba en plena gripe y con estado asmático: nuestro botiquín rindió su primer servicio con tiocol y algunos calmantes para el asma de la vieja amiga.

Nos acomodamos en una de las casas, ordenamos los bultos, dividimos la comida en lotes apropiados, abrimos nuestros catres de campaña y desenfundamos todo lo que fuera abrigo. Vimos el reloj… y eran las once de la mañana. ¡Maravilla!; lo que hubiera durado en otra época tres días cabales, lo habíamos realizado en el breve término de siete horas en automóvil rodando sobre carreteras de primera clase.

Los compañeros querían ver una muestra de las sabanas del Valle Nuevo, y tomando la delantera por el camino del Maniel salimos en alegre fila. Subida la primera y cercana cuesta caímos a poco caminar en el Valle de los Robles: allí tuvo lugar el primer asombro. Salomón y César cargaron las cámaras y acribillaron la bella sabana como faunos sedientes.

Abandonamos el camino del Maniel para seguir una trilla que conduce a los picos del Valle Nuevo y de la Sabana Alta o Alto de la Bandera. El práctico era yo, el hombre que más teme perderse en el Valle Nuevo, pues perder una trilla es terrible tragedia. Husmeando como perros, seguíamos con fidelidad el desvaído sendero. La segunda sabana, es ya sabido, supera a la anterior y se ruboriza por la belleza de la que le sigue; allí, como chiquitines, corretearon mis amigos y amiguitas, saborearon la sombra de los pinos y la brisa embalsamada y fría que soplaba; Salomón y César, tiranos de las cámaras, hicieron de las suyas; hongos gigantes que medran en los pinos, se calentaban débilmente con los blandos rayos del sol: a ellos se fueron los fotógrafos impertinentes para retratarlos en sus colores naturales, al desnudo como si dijéramos.

Alcanzamos luego la Sabana de la Cienaguita; las dos damitas y el pico, César quiero decir, daban muestras de cansancio. Allí, bajo la sombra de un hermoso matiote, al cuido de Ulisito, se quedaron para descansar. Salomón y yo seguimos, titubeantes, rastreando el sendero. A lo lejos oímos las voces alegres de Doña Alsacia y Bernarda que nos gritaban: “Escriban… si no vuelven”. De ahí en adelante hay que conquistar cada metro de tierra con un esfuerzo de los sóleos y de los cuadriceps, rociados con un poco de sudor y llevando el compás con los latidos apresurados del corazón palpitante. Pasamos piedras gigantes que Salomón engullía con la cámara; el sendero nos llevó a un lugar desde donde se veían los picos del Tetero de Mejía y la Formación: un trago más para la cámara de Salomón. A poco caminar, encontré el tronco gigante, tronchado, de mi viejo maguey amigo; allí, rodeado de ejemplares jóvenes, vive quizás sus últimos años; con débiles retoños intenta alejar a la vieja Segadora; su desgracia le vino por haber nacido junto al camino que habrían de trillar un día los agrimensores: para su consuelo, es gemelo su infortunio al de Grecia y de Turquía por estar ellas junto a la vía que conduce al petróleo y mercados del Oriente.

Luego, el camino se hizo amenazador. Después de mi último viaje ha cambiado mucho, cambiado para empeorar; nos hicimos cuadrúmanos y así pudimos vencer el terrible pasaje: Salomón fungió de cura y lo bautizó con el nombre de Paso Bregón. El terreno se hizo más amable, y a la distancia, entre claros de las nubes, divisamos algunas sabanas lejanas y extensas, como la Sabana de la Vuelta. Los Mogoticos, curiosos, asomaron sus curiosas siluetas, y fue para su perdición: Salomón y su cámara los atraparon al vuelo. De tanto mirar hacia el sendero los ojos comenzaban a nublárseme y sentía dificultad en seguirlo. Junto a las faldas del Pico del Valle Nuevo, vertiente Sur, nos detuvimos, consultamos el reloj y ya eran las dos, resolviendo regresar. Deshecho el camino, encontramos a Ulisito con su dócil rebaño en la Sabana de la Cienaguita; ya comenzaban a impacientarse: las mujeres, porque temían que nos hubiéramos extraviado… y quedarse sin el guía que las condujera de nuevo a las casas del Generalísimo; César, porque el hambre se le había introducido en el estómago y el recuerdo del queso en la memoria. Llegamos a la casa a eso de las cuatro: cinco buenas horas de caminata, suficientes para despertar en Salomón un viejo lumbago que le impedía doblarse y para que yo cosechara un hermoso esguince del tobillo.

Los caballos y mulos habían llegado. Puse en manos de Emiliano, tan buen guía como magnífico cocinero, los alimentos de la cena. Siguiendo la vieja disciplina hicimos las camas antes de que viniera la oscuridad. Calamos los abrigos porque la temperatura estaba en siete grados centígrados y soplaba una brisa húmeda y fría. Con la noche llegó la cena, y a la luz de tres velones consumamos la carnicería azuzados por él. Rociamos la garganta con un Medoc sabrosísimo: la Francia de todas las épocas daba sus jugos para que Salomón nos propinara esa tonificante sorpresa.

La luna estaba radiante: desde la galería se gozaba una vista incomparable amenizada por el gritar de los cuervos. Fue preciso cerrar las puertas y tirarse las frazadas encima. La estereoscópica, ¡por fin!, se desperezó y atrapó, a la luz de la luna, una bella silueta de los pinos que nos quedaban al Este: un minuto de exposición se tomó la haragana.

A las ocho todos estábamos acostados, apagué los velones, y a dormir el que pudiera. Afuera, escuchábamos las últimas voces de los peones. Por las rejas se colaba la luna buscando abrigo. Salomón roncaba. Como campanas de plata sonaron carcajadas de Doña Alsacia y de Bernardita: las traviesas… acababan de inventar un chiste más fino que el oro de dieciocho kilates. Poco a poco me fui sumiendo en el sueño: pensamientos sin hilación se sucedieron en mi conciencia: hoy es Jueves Santo y nadie ha rezado… el cansancio y el frío embotan la memoria… el mundo marcha.

Había que madrugar el Viernes Santo para escalar el pico Alto de la Bandera o de la Sabana Alta. No teníamos despertador, pero no hizo falta: a las cinco y diez minutos de la madrugada despertamos sobresaltados, la casita crujía, se retorcía como si la agobiara un dolor intenso; Ulisito, sereno, vio las vigas del techo moverse como azogadas: un fuerte temblor de tierra conmovía las masas pesadas y milenarias del Valle Nuevo.

Pensamientos amargos asaltaron nuestras mentes: ¿Qué habría pasado en Santiago, cómo estarían nuestros hogares, las esposas miedosas, los edificios que el último terremoto dejó tambaleantes? Si pudiera hablarse con Santiago desde el Valle Nuevo aunque fuera por una estación radiotelefónica humilde de cien mil kilovatios!

Nos levantamos alegres y un poco muertos de frío. Desfilamos uno por uno, como estrofas de un Padrenuestro, por la jofaina: el agua estaba a ocho grados centígrados. Las damas, siempre valerosas, mojaron sus cuidadas mejillas y las enjabonaron a gusto. César se lavó la cara con la yema minúscula de su índice derecho. A Salomón y Ulisito los vi remolonear antes de acercarse al rincón fatídico, mirando a todos lados para ver si había testigos; ¿sus pensamientos?: Maldito “el qué dirán”. Por mi parte, saqué provecho de mi vejez y de su experiencia, me fui a la cocina, hice calentar una lata de agua, llené la jofaina de agua tibia y me di una hermosa jabonadura de toda la cabeza: Doña Alsacia y Bernarda que no estaban en el secreto, se llenaron de asombro.

Ensillados los animales, partimos temprano para el pico. Recorrimos el mismo camino del día anterior provistos de una soga que habríamos de utilizar en Paso Bregón para dar seguridad a las damas. El día estaba nublado, presagiando lluvia. Todos calaron sus abrigos menos yo: ¡Oh! ¿Quién puede liarse de una memoria senil? En cuanto pasamos la Sabana de la Cienaguita comenzamos a encontrar espesa niebla; todo se esfumaba a nuestro alrededor por magia de la Naturaleza artista, de los pinos sólo veíamos siluetas empañadas. Se espesó la niebla y fue llovizna primero, lluvia después. En Paso Bregón nada hubo que lamentar: las damas dejaron ver desde entonces sus facultades de buenas alpinistas; se sujetaban de la más frágil brizna, de las rugosidades de las rocas, clavaban los tacones de las botas con energía, no perdieron el equilibrio nunca, salvando sin novedad el peligroso desfiladero. César me llenó de orgullo, despreciando consejos y siguiendo sus propias iniciativas. Salomón y yo, estábamos entre asombrados y avergonzados con la agilidad de los jóvenes. Entre niebla y lluvia, nada pude hacerles admirar, todo el paisaje estaba sellado. A las pocas horas llegamos a la base del pico; iniciamos la ascensión a pie, aplicando la vieja técnica de pasos muy cortos y muy lentos; descansábamos cada pocos metros, frenados por el corazón jadeante, refrescados por la lluvia que arreciaba. Bernarda, animándose a sí misma, logró llegar a la cima cuando ya César la había ganado y saboreado. Doña Alsacia, desplomada sobre el pajón, con su fachada principal mirando al cielo, pedía a gritos un caballo para terminar su calvario: al fin, hubo de ganar la cima. Salomón, Ulisito y yo cuidábamos de la retaguardia. En la cúspide estaban los viejos compañeros: la torre de la bandera y el rancho de pajón que en otras ocasiones habíamos utilizado como cocina, sala de descanso y gran salón de discusiones. La lluvia empujó a todos hacia el rancho, medio destartalado ya y todo cubierto de humo; aún así, como viejo noble, dio abrigo a los jóvenes visitantes. Adiviné que pasaríamos poco tiempo en el pico, y despreciando la lluvia me dediqué a recoger las flores raras que el Dr. José de Jesús Jiménez me había encargado; tuve la fortuna de encontrar algunos ejemplares interesantes.

Amainó la llovizna, el sol pugnó por romper el espeso velo sin éxito, y todos nos reunimos junto a la torre de la bandera para tomar las fotografías que habrían de atestiguar la brava hazaña de las dos damas y pico: Doña Alsacia, Bernardita y César. Les enseñé, con un poquito de orgullo, la placa de bronce que está incrustada en una gran piedra junto a la torre: en ella, al lado de los nombres del Dr. Canela y del Club Alpino de La Vega, está el mío; de mi satisfacción tomó una buena parte el joven César al ver allí estampado su apellido.

La niebla ocultaba los bellos panoramas que desde allí pueden admirarse en días claros; apenas podían distinguirse las vertientes orientales del Tina y de los Pajones Blancos. Si esta niebla se disipara, les dije, veríamos al Norte franco la giba deformada del Mogote de Jarabacoa, y a su derecha, Diego de Ocampo en el fondo y Santiago a sus pies, con la recta silueta del Monumento a la Paz. Al noroeste, el Pico del Pichón, y a su lado y a la distancia, Bonao con la cinta plateada y zigzagueante del Yuna. Al sureste, Los Mogoticos, Pajón Prieto, Las Tres Cucharas y la Chorriosa. Al sur, Sabana de la Vuelta, el Tetero de Mejía y La Formación. Al suroeste, los picos gemelos: Tina y Pajones Blancos en un primer término, limitando el Valle Nuevo por ese punto; a gran distancia, el mar, que con sus olas de nardo barre las costas de Puerto Viejo y lame la cadena de cayos que termina en Punta Barrera; en el mismo cuadrante, la ciudad de San Juan de la Maguana, indicada por los índices agudos de las torres de su iglesia. En el cuadrante noroeste la curiosidad se fatiga: allí está el Culo de Maco, Constanza, por detrás de ellas las cimas del Chinguela y Loma Redonda, y por encima de todo, las moles augustas del Pico Trujillo, La Pelona y La Rusilla; como pequeños detalles del cuadro, las líneas esbeltas del Mortero y la cima comba del Tambor.

Arreciaron la lluvia, la brisa y el frío: se diría que nos echaban. Ya conocía yo esta postura del Pico de la Sabana Alta, pues en mi primer viaje encontré los mismos elementos inclementes. Se tiene la impresión de que este pico con su atalaya de 2850 metros, gasta la misma arrogancia de las mujeres hermosas, de ésas que no ceden sus favores al primer halago. Mis compañeros, como buenos deportistas, supieron gozar el retazo que se les ofrecía, acumulando deseos desde entonces para una nueva conquista del soberbio pico.

El tiempo, en opinión de los monteros, estaba empeorando. Iniciamos el descenso, pero cuando alcanzamos las cabalgaduras, la lluvia era ya torrencial. Así, sin misericordia, nos acompañó hasta las casas del Generalísimo: todos estábamos empapados, las manos adormecidas y amoratadas por el frío. El buen humor calentó esas horas, pues nuestras compañeras eran sólo contentura y risas. Bajando, Doña Alsacia y Bernardita eran siempre las de alante: subiendo había sido otra cosa.

Ya en la casa, ordenamos la comida, tomamos un poco de vino, y el buen razonar volvió a nuestras cabezas: toda la ropa de lana que debía usarse para dormir se había mojado, pues el frío de la mañana hizo olvidar que debían conservarse guardadas y secas, para las jornadas de las noches. Por mi parte, gracias a mi memoria de viejo, partí sin abrigo hacia el pico: secas y limpias me esperaban mis prendas de lana en su funda de cuero.

La mujer, que todo lo adorna con su presencia, que todo lo anima con su sonrisa, es también muy rica en menesteres útiles. Ahí estaban para probarlo Doña Alsacia y Bernardita con sendas planchas ardientes secando la ropa sobre la mesa, salpicándolo todo con su ameno decir y con su inacabable buen humor. Motivos de sus bromas fueron Ulisito y Salomón, quienes hubieron de gastar la ropa de las damas en tanto que las suyas recibieran el bautismo de las planchas.

En el Valle Nuevo se siente mucho apetito: el organismo pide calorías. Salomón y yo pedimos vino y César cena; ésta fue abundante y suculenta: todo apetito fue satisfecho, y con ello llegaron el calor y la alegría. Las camas, hechas ya, pedían compañía. Apenas hablamos del programa del día siguiente: si amanecía claro, escalaríamos el Monte Tina; en caso de lluvia, regresaríamos a Santiago.

Las largas horas de lluvia nos dejaron ateridos. Esa noche no quedó prenda de vestir que no fuera usada. Personalmente atendí al pequeño César; con espesa lana le cubrí cabeza, cuello, miembros y pies; mi gruesa camisa de lana enfundó hasta los pies su pequeña arquitectura. Lo cubrí con la frazada y la colchoneta sin que olvidara hacerle esconder la cabeza. Ese cuerpecito que hoy hace tiritar el frío, me dije, está hecho de la madera dura con que se fabrican los grandes deportistas, vanidad mañana de mis años negros. Sobre el montón de lana, derramé mi bendición.

Esa noche no hubo cuentos, ni carcajadas ni desvelos: el cansancio venció todas las resistencias.

Nos levantamos tarde, después de las seis. Saludé a las damas: ¿Cómo le amanece Doña Alsacia? Buenos días Mariíta, digo, Bernardita. ¡Oh! subconsciente impío que me haces tamañas jugarretas: asociar a Bernardita, la alpinista intrépida, con el nombre piadoso de María. Nos tiramos afuera para ver la cara del día y el vestido del cielo: estaba nublado, grandes nubes negras pasaban ligeras por encima de la casa; la niebla envolvía los sitios bajos.

Preguntamos a los guías si podían hacernos alguna predicción del tiempo. Estuvieron todos de acuerdo en que sólo Valenzuela tenía la práctica necesaria para tales vaticinios. Un rato después se levantó el meteorólogo y le abordé inmediatamente:

—Valenzuela, ¿cree Ud. que llueva hoy?

Miró hacia todos los puntos de la rosa náutica, se frotó las manos como pidiendo augurios, se limpió varias veces la garganta, y luego dijo con tono sentencioso: Bueno, el día está embrolloso.

Ahí se rompió la taza: todos a una, corrimos hacia dentro a preparar los corotos, quedando todo dentro de la camioneta en pocos minutos. El desayuno se engulló con premura y repartimos recuerdos entre los amables amigos que residen en tan encantador lugar.

Descendimos aprisa la ríspida carretera, haciendo algunas paradas para herborizar y llevar a Santiago ejemplares curiosos de helechos y diversas fanerógamas.

En Constanza, llevamos a las damas a conocer el extenso valle y su bella catarata. Salimos hacia Santiago después de las doce y llegamos a nuestras casas a las cinco de la tarde: tres días en total, jueves, viernes y sábado.

Descendía de la camioneta entumecido por la forzada posición entre la carga, en tanto que las damas se bajaron ágiles para ayudarme a bajar el equipo. Luego, como alegres primaveras se despidieron con frases amables.

Envidioso de su vigor y juventud, las seguí con la mirada. Amigo César, le dije a mi compañero y confidente, qué bien se portaron esas muchachas, y pensar que la mujer haya sido clasificada como el sexo débil.

—Papá, ¿y qué es eso de sexo?

—Bueno, Don César, eso de sexo es algo así como una filosofía.

—En días pasados te pregunté lo que era la filosofía, y me dijiste que era una inquietud; de modo, que el sexo es una inquietud?

—Oye, muchacho, déjate de bromas a esta hora; ve a pedir la bendición a tu mamá y ven para que me ayudes a entrar estos paquetes, que estoy molido.