Visita al Valle de Constanza

Por Sir Robert H. Schomburgk
Con anotaciones de botánica por el Dr. José de Jesús Jiménez

Biografía de Schomburgk 

Publicado en “The Atheneum”, No. 1291, en Julio de 1852. Traducido por el Dr. Federico William Lithgow y anotado actualmente por el Dr. J. de Js. Jiménez. El titular del autor dice:”Una visita al Valle de Constanza en las Montañas del Cibao, en la Isla de Santo Domingo, y a un Cementerio Indígena de una comarca vecina.”

Abandonamos el pequeño villorrio de Pedro Ricart, al pie de Loma del Barrero, el día 20 de Julio a mediodía. La brisa nos traía por momentos el ruido de disparos y campanas del pueblo cercano de Jarabacoa. Allí, la multitud celebraba la fiesta de la Patrona de la iglesia, Nuestra Señora del Carmen.

El ascenso del Barrero comenzó a poco caminar. Vi junto al camino algunos grandes cantos rodados, quizás lanzados por algún terremoto desde la cumbre de la loma hacia su falda, movimientos sísmicos que se registran con frecuencia en la isla. El camino, muy estrecho, dibujaba un continuo zigzag. Ramón, nuestro guía, iba a la cabeza en su fuerte montura, en traje de viaje, muy distinto del atavío de gala que luciera el día anterior cuando lo encontramos celebrando la fiesta de Nuestra Señora del Carmen. Seguí camino con mi compañero Ramón, y después llegaron los sirvientes y peones que conducían los caballos de carga.

Las hojas de los pinos (o agujas, como se las llama en alemán, por su estructura lineal), que cubren el camino, hacen el sendero muy resbaladizo. Era preciso tomar serias precauciones, pues la vereda en zigzag ascendía a veces en ángulo de más de 30 grados.

Los pinos del trópico, como sus semejantes de regiones del Norte, permiten escasamente que algunas pocas plantas crezcan a su sombra. Observé principalmente algunas gramíneas y ciperáceas, y de trecho en trecho algunos ejemplares de Savia escarlata. Una especie de hondonada estaba cubierta de exuberantes arbustos, y pude ver entre ellos ramilletes de unas flores rosadas con frutos intensamente negros, pertenecientes a una Alpinia (ver nota 1, al final del documento). Entre las Alpinias crecían algunos helechos arborescentes.

Continuamos ascendiendo durante una hora; el panorama, sin duda, era hermoso. Al través de las columnas de los troncos de los pinos, veíamos a veces el poblado rodeado de conucos de guineos, y de platanares; todo se veía muy hondo, a nuestros pies, causándonos maravilla el haber podido ascender hasta allí.

El estrecho sendero bordaba ahora un desfiladero, cuando una masa de flores rojas llamó mi atención; llevado de mi curiosidad, me adelanté al honrado Ramón que montaba su lenta cabalgadura, siendo la consecuencia de mi impensado movimiento que estuvimos a punto de caer en el desfiladero que teníamos a nuestros pies. Las flores eran de una espléndida Fuchsia (tal vez la F. racemosa) (2) y sus flores pendientes tenían cerca de dos pulgadas de largo; para aumentar su belleza, en cada ramita había hasta doce flores. La Fuchsia es una de nuestras flores favoritas en Europa. Como ejemplar extranjero se cuida allá en los invernaderos de los ricos, en tanto que aquí crece en los cercados de chozas humildes, y sirve para engalanar las cabezas de las novias, tejidas entre los cabellos con rosas y azahares. No obstante, me encuentro por primera vez con esta planta en su suelo natal. He vagado por montañas y valles bojo los trópicos: las primeras, de mayor elevación que ésta que ascendemos; los segundos, de vegetación mucho más rica: sin embargo, ninguna de esas escenas, hasta ahora, se me había presentado engalanada con una Fuchsia.

El suelo rojo demostraba la naturaleza ocre del Barrero, y me parecía que Flora había adoptado aquel tinte como su color favorito. A una altura mayor, un profundo y estrecho corte de la montaña exponía claramente su formación geológica, y pude encontrar arcilla pizarrosa teñida de hierro. Poco después alcanzamos la parte más alta del camino en donde nos detuvimos. Los caballos de carga llegaron media hora después. Eran las dos y media de la tarde y el termómetro marcaba 69° Fah. Tenía un aneroide, pero como todavía no he hecho los cálculos, no quiero aventurarme a indicar la altura.

Dimos a nuestros caballos jadeantes un pequeño descanso; una delicada alfombra formada por la hierba favorita de la raza equina (Eleusine indica) (3) fue devorada ansiosamente por ellos. En un pequeño rellano de la montaña había una cañada excavada por la lluvia, en la que encontré una gran variedad de plantas interesantes. La espléndida Fuchsia acompañaba a la Psychotria (4), con sus grandes y encantadoras panículas de flores de un delicado azul (raro color en el imperio de Flora), sus pedúnculos de un brillante carmesí, y sus hojas grandes, de un oscuro y lustroso verde. ¡Qué bella era esa planta junto a una Fuchsia! En el centro de este bouquet, sembrada por la mano de la naturaleza, se levantaba esbelta la Palma Real (Orodoxa oleracea) (5). La Alpinia se agrupaba a sus pies, y las flexibles ramas de una uva tropical (6), formaban naturales festones al colgarse de arbusto a arbusto. Algunos helechos arborescentes completaban uno de los cuadros de vegetación más pintorescos que he admirado bajo los trópicos.

El europeo siente extrañeza al verse rodeado a un tiempo mismo por especies de las dos zonas extremas: el pino y la palma. ¡Quién sabe si en épocas geológicas remotas ese cuadro no se reprodujo nunca en el Norte de Europa, pues debemos confesar que la presencia de troncos de palma en sus yacimientos carboníferos no nos autoriza a afirmar que hubiera sucedido!

Montamos nuestros caballos, y seguimos el estrecho sendero que iba bordeando ahora la ladera de la montaña. Ráfagas violentas soplaban la lluvia, que ahora caía a torrentes, sobre nuestras caras. El termómetro bajó a 55° F. La borrasca no podía habernos sorprendido en una situación más peligrosa; nos era difícil sostenernos sobre los caballos, pues los árboles gigantescos, azotados por el viento, se doblaban sobre nosotros como cañas débiles. Así tuvimos que detenernos y ponernos al socaire de los caballos en tanto que amainara la tormenta.

Los cambios rápidos de la atmósfera son cosa común en las montañas altas, y así, poco tiempo después, tuvimos una vista espléndida entre las lomas del Barrero y Jagua. Las cumbres de los altos picos que cerraban el panorama por el Oeste, estaban coronados de blancas nubes aborregadas. El cielo en aquella dirección tenía un tinte azul oscuro que daba al paisaje el mismo color, haciendo destacar los contornos de la cadena de montañas con gran precisión. Los chorros de luz, simulando las fajas caprichosas de una aurora boreal, iluminaban el cielo por el Noroeste, en tanto que la pequeña aldea de Jarabacoa, a nuestros pies, brillaba a pleno sol. El río Jimenoa dibujaba su curso como un hilo de plata orlado con el verde oscuro de los pinos.

Estas montañas tienen una forma muy peculiar. La dirección principal de la cadena es de Este a Oeste; mas, hay tantas estribaciones que se desprenden en otras direcciones, que quien no hay visto la cordillera desde lejos para formarse una idea clara de su dirección longitudinal, se encontraría perplejo al mirar la brújula, y se llenaría de ofuscamiento cuando se le dijera que está frente al espinazo que da forma a la arquitectura de la isla de Santo Domingo. Estoy tentado de describir el aspecto de estas eminencias como una red de montañas; los extremos Norte y Sur de sus laderas forman el marco, y otras lomas que las unen acaban de dibujar la malla. Valles estrechos y profundos siembran estas regiones, que obligan al viajero a caminar por el firme de las lomas, teniendo que dar a veces grandes rodeos. Así, muchas veces, en lugar de avanzar hacia el Sur-Suroeste, que era la dirección que nos quedaba Constanza, teníamos que tomar rumbo Norte o Este, antes de enderezar hacia el Sur-Suroeste. Nuestro guía ya nos había dicho, que tan caprichosos son los caminos en estas montañas, que dos amigos que se encontraran por la mañana en dirección opuesta, yendo uno hacia Constanza y hacia Jarabacoa el otro, podrían tener una nueva oportunidad de saludarse al mediodía separados por algún abismo, debido a las vueltas y revueltas que debieron dar durante el día. En aquella ocasión no comprendimos lo que quiso decirnos, pero ahora veíamos claro el significado de sus palabras.

Llegamos después de las cuatro de la tarde al lugar llamado Cristóbal. Aquí existieron antiguamente varias cabañas que servían para recibir y abrigar al cansado viajero; pero algunas guerrillas que fueron a proteger este paso montañoso durante la última invasión haitiana, las incendiaron salvajemente. Sentía mucho frío: el termómetro marcaba 59° F. Nos encontramos, por fortuna, con que algunos bohíos estaban sólo a medio quemar; abundaban las palmas en la vecindad, y con sus pencas pudimos preparar un rancho antes del anochecer. El bosque de pinos dio abundante leña para alimentar una gran fogata, que era nuestra primera urgencia. Llovió hasta después de la medianoche, y vimos pronto que nuestro flamante rancho no había sido construido a prueba de agua.

El amanecer fue brillante. Las gotas de lluvia sobre las campánulas rojas de la Fuchsia rielaban a la luz del sol, y el delicioso cantar del “jilguero” (Cyphorinus cantans Cab.) resonaba al través del bosque. Nuestro camino fue similar al de los días anteriores, pero la vegetación, sin embargo, era más variada. Cerca de nuestro campamento observé la guayaba (Psidium pomiferum) (7); una bellísima Clitoria, cuyas flores azules formaban guirnalda en la maleza y entre los troncos de los árboles; las flores blancas de una falsa ipecacuana (Asclepias curassavia) (8); una Lantana (9) coloreada en anaranjado, y varias plantas de valle de abajo. La Psycotria, con sus flores de un azul intenso, eran más exuberantes, y sus masas de flores, vistas al través del follaje verde oscuro, aparecían más brillantes que junto a otras plantas. Esta ilusión óptica es debida, sin duda, al fuerte contraste entre el color de las hojas y el vívido azul de las flores. Es imposible dar una idea de la espléndida apariencia de esta planta; nunca la había encontrado igual en mis andanzas por América del Sur y las Antillas. Había otras dos especies de este mismo género, una de flores amarillas y de un rosado pálido la otra. Entre los árboles noté una especie de zumaque (Rhus arborea?) (10), helechos arborescentes, verdaderos infantes de un clima húmedo tropical, Alpinias, Begonias. Los troncos de los pinos estaban cubiertos de Tillandsias (11) de hojas purpurinas, y la gigante Dyckia (2), que acababa de abrir sus flores semejantes en apariencia a una agave en miniatura. Una bella orquídea crecía en grupos entre la hierba alta, con sus tallos florales ricamente engarzados de flores rosadas.

Durante mi viaje anterior observé frecuentemente en el lecho de los ríos que descendían del Cibao, masas graníticas que la corriente había arrastrado, pero nunca las había encontrado in situ. Vería esta roca por primera vez en estos sitios; realmente, las cimas agudas de estas montañas eran todas graníticas. Uno de los puntos salientes de la montaña estaba formado de piedra arenisca calcárea. Poco después, grandes cantos rodados de una arenisca azul de grano apretado cruzaba nuestro sendero. La dirección era de Este a Oeste. Había masas compactas y otras denudadas, y parecía como si hubiera sido expelido del granito.

Un pico cónico me fue señalado con el nombre de Redondo, o “El Castillo Francés”. Dice la tradición que aquí construyeron los franceses una fortaleza, pero no he podido saber en qué fecha sucedió tal hecho. De seguro que no fue a mitad del siglo pasado, pues todavía hay testigos oculares de esa época. Pregunté a un anciano de 98 años de edad que caminó mucho por esa región durante su juventud. En esa época, me dijo, nadie vio vestigios de muros, y siempre los pinos han crecido abundantes en ese sitio.

No se podía escoger mejor sitio para impedir que un enemigo atravesara por esas montañas, si se dirigía de Este a Oeste o viceversa. La eminencia cónica estaba unida por un lomo de apenas un pie de ancho con las otras montañas, y se elevaba considerablemente por encima de todas las que lo rodeaban. La loma estaba formada de granito en descomposición, y desde su cima se admiraba un hermoso panorama. Las zanjas o fosos se veían todavía claramente, pero no se podía advertir ningún trabajo de albañilería. Las fortificaciones debieron ser pequeñas, a juzgar por la reducida extensión de la cima. Ahora está totalmente cubierta de pinos centenarios, de cuyas ramas “barbas de viejo” (Tillandsia usneoides) (13) cuelgan, de respetable largura.

Atravesamos el Jimenoa, aquí, mucho más estrecho que como vimos que cerca de Jarabacoa. Las laderas de estos ríos están llenas de palmeras, y a la distancia, delinean ellas el curso de las aguas. Como los rayos del sol no pueden penetrar hasta el suelo por lo tupido de las ramas, encontramos frecuentemente una ciénaga en cada bajío. La margen derecha del Jimenoa era tan incitante, y presentaba una alfombra tan espesa de grama a nuestros caballos, que resolvimos desayunarnos allí. Había, sin embargo, tal enjambre de mosquitos y mimes, que nuestra parada fue desagradable, y resolvimos abordar inmediatamente la loma que teníamos al frente. Observé aquí una mata de pomarrosa (Jambosa vulgaris) (14), y luego algunas de café. Si fui informado correctamente por el General Reyes, la pomarrosa fue introducida de Jamaica sólo en 1751. Se ha extendido tanto sobre toda la isla, que podría ser tomada por una planta indígena por cualquier que no estuviera informado de su origen oriental. Encontré en algunas partes acres enteros cubiertos de esta planta.

La cadena de montañas que habíamos atravesado separa los tributarios del Yaque y del Yuna. Descendimos ahora al río Tireo, afluente del Yuna, indiscutiblemente el río más grande la República Dominicana, que desemboca en la gran Bahía de Samaná. Poco después de las 3 de la tarde paramos en Pontezuelo, y admiramos el panorama del Valle de Constanza. El paso del Pontezuelo es la unión de las dos cadenas de montañas que rodean el valle. Hemos penetrado ahora el sistema de ríos que vierten sus aguas en el Atlántico por el Sur de la isla. El pequeño riachuelo que corre espumeante hacia el valle sigue después una dirección Oeste-Suroeste para desembocar en el río Limón, tributario este último a su vez del Yaque Menor, que desemboca en la bahía de Neyba; su homónimo, más grande, pasa por la ciudad de Santiago, desde donde toma una dirección Oeste hasta desembocar en la bahía de Manzanillo. En la época de Colón y hasta el 1804, vertía sus aguas en la bahía de Monte Cristo: el gran descubridor lo llamó Río de Oro.

La vista desde Pontezuelo hacia el valle es encantadora. El brillante amarillo-verdoso de la sabana produce un admirable efecto junto al tono oscuro de los pinos que la rodean. Montañas de un azul oscuro, cuyas cimas se pierden entre las nubes, forman el fondo del hermoso cuadro.

Descendimos, y caminamos durante algún tiempo por entre el bosque. El suelo era ahora bastante llano. Después de media hora a caballo, dejamos el bosque para entrar en la sabana. El contraste es grande. El paisaje, antes limitado por grandes árboles, es ahora libre, y los ojos, asombrados, se posan en las cimas de formas grotescas que rodean la elipse alargada del valle.

La sabana estaba llena de ganado que pastaba y una manada de potrillos guiados por sus madres, vinieron al encuentro de nuestra cabalgata. Bajo el ataque de nuestros perros, lanzaron al aire sus patas traseras y salieron disparados a esconderse en el bosque. La hierba de la sabana es corta, pero muy codiciada por los animales. Parece que esta hierba pertenece principalmente a las siguientes especies: Panicum horizontale (15), Leptochloa y Eleusine indica. Como supe luego, estos pastos son insuperables. El ganado prospera y su carne es de muy buen sabor. Por esta razón, este apartado valle, cuyo ascenso es tan difícil, fue escogido como tierra de pasto desde el año 1750 y continúa siéndolo hasta el día de hoy. El camino nos condujo una vez más por entre pinares: pronto llegamos a las montañas que forman el límite occidental del valle. De sus faldas fluye el arroyuelo Pantuflo; en sus orillas descubrimos un humilde y miserable “bohío”, cobijado con pencas de palmas, el cual, sin duda, era el mejor de los seis que se levantaban en el valle. Una sola familia ha residido permanentemente en Constanza durante los últimos dos años. Muchos vienen ocasionalmente para revisar el ganado, estampar los animales jóvenes y llevar otros para los mercados del llano. La mayoría de los dueños de ganado y caballos viven en Jarabacoa y en Pedro Ricart. Con excepción de la familia que habita permanentemente, pasan largos períodos sin que nadie pise el valle. No había otra alternativa sino hospedarse en el “bujío”. El hermano del propietario, el mayoral y seis peones estaban allí; todos ellos, nosotros y nuestros sirvientes y peones, teníamos que acomodarnos en una cabaña cuyo tamaño no era mayor de 35 pies cuadrados y abierta a los vientos. Compartían nuestro alojamiento, además, un enjambre de pulgas de los perros de la hacienda. Sin embargo, Siño Juanico fue muy amable, y para agradarnos usó cuanto de cómodo puede poseer una cabaña de la montaña. La noche se acercaba y nuestros caballos de carga no llegaban. Excepto el ligero desayuno que tomamos a orillas del Jimenoa, no habíamos probado alimento alguno, y toda nuestra provisión venía en las cargas de la recua. Nos dirigimos a nuestro amable hospedero preguntándole si podía suministrarnos algo que aplacara a nuestros pedigüeños estómagos. Aterrado por la pregunta, me contestó que lo que había era “un poco menos que nada” en toda la casa: ni gallinas, ni plátanos ni batatas. “Pero válgame el cielo, le dije, entonces, de qué viven ustedes, pues no tienen apariencia de estar muertos de hambre?”. Me contestó, que se alimentaban principalmente de leche y de queso, aunque algunas veces recibían de Jarabacoa pan, casabe y plátanos, lo que constituía para ellos verdadera fiesta. Le dije, que el valle me parecía apropiado para la siembra. Me respondió, que su tierra es muy fértil. Entonces, volví a decirle, ¿por qué no la cultivan? “El volcán”, fue toda la contestación que me dio. Recordé entonces, que había oído hablar en La Vega de una ola de frío que se presenta por épocas en estas regiones, que destruye las hojas de los árboles y los cultivos. La ola de frío aparece por la noche sin que nada lo hubiera hecho sospechar, cuando el cielo está claro y la brisa en calma. El curso de su paso se distingue claramente, advirtiéndose lo variable de la dirección que sigue. Se presenta generalmente en Diciembre o en Enero, viniendo de las altas montañas del Este, desciende hacia el valle, dando la impresión de que se agota al llegar a las montañas opuestas. Al amanecer las hojas de todos los árboles, excepto las de los pinos, están amarillas y caen, y a los dos días todas las ramas están peladas, reproduciendo el cuadro de nuestros inviernos del Norte. Los majestuosos troncos del guineo y los demás cultivos, primero se marchitan y luego caen, con sus vasos todavía llenos de jugosa savia: un destino igual espera a las plantas comestibles. El fenómeno ha recibido el nombre de “Volcán”, debido a que la vegetación adquiere un tinte amarillento como si el fuego la hubiera azotado: así me dijo, por lo menos, Siño Juanico. Este fenómeno me sorprendió, pues la altura del valle no es para semejante frío ni para la formación de escarcha. Tiene que ser atribuido a causas locales exclusivamente, cuya investigación requería más tiempo del que yo podía disponer. Haciendo posteriores preguntas a mi retorno a Jarabacoa y La Vega, fui informado por personas que conocen el fenómeno muy bien, que cuando en las faldas de las lomas de esas poblaciones reina un aire desusadamente frío, es signo de que el “Volcán” ha pasado por Constanza. A veces pasa un par de años sin que se presente, en tanto que hay año en que repite varias veces.

En esas circunstancias, no fue pequeña mi sorpresa, cuando un residente permanente de Constanza, un mulato de mucha inteligencia, me trajo a la mañana siguiente una carretilla llena de comestibles que hubieran hecho honor al mercado de Covent Garden: tomillo, cebolla, puerro, apio, batatas y otros productos tropicales, acompañado de un ramillete de rosas cien hojas, claveles y azucenas (16). Comencé a dudar de los efectos de el “Volcán”, pero el señor Antonio me explicó el hecho de la manera siguiente. “Yo soy, comenzó diciéndome, nativo de San Juan, cerca de la frontera haitiana. La última guerra entre haitianos y dominicanos me privó de todo lo que tenía, y cuando Soulouque se acercó a la frontera de nuevo, resolví volar hacia estas apartadas lomas de Constanza. Cuando llegué a este lugar, acompañado de mi familia, hace cosa de dos años, un maldito fenómeno de esos de que usted habla acababa de pasar por el valle dejando toda la vegetación destruida. Fue una visión triste para un hombre que pensaba asentarse aquí y cultivar la tierra para el sostenimiento de su familia. No obstante, puse buena cara al mal tiempo. Pensé que era mejor luchar contra la naturaleza que contra salvajes como los haitianos, quienes en la oscuridad de la noche caen sobre nuestras haciendas, raptan nuestros hijos, roban el ganado e incendian nuestros “bujíos”. Así, me arrodillé y recé a nuestra Señora de la Merced, quien me ha oído, pues desde que vine aquí no ha aparecido el “Volcán” destructor en todo el valle. Sin embargo, tengo que salir de aquí, porque soy el único que trabaja y el resto quiere vivir de mí, y mis conucos son constantemente robados”. Tengo una buena opinión de Antonio, y conociendo su indiscutible fe en Nuestra Señora de la Merced, creo que sus palabras deben ser creídas.

Las reliquias de las tribus que una vez poblaron las tierras que los europeos invadieron, con el argumento de que iban a introducir la caridad y la doctrina cristiana, destruyendo luego sus aborígenes, han sido siempre de gran interés para mí. Cerca de la choza de Juanico observé algunos terraplenes. Al preguntar, supe que eran las ruinas del palacio de la reina india Constanza: así, al menos, ha sido contado de padres a hijos. Constanza adquirió ahora mayor interés para mis ojos: una Capitana de este mismo nombre le da nuevo lustre.

Había creído que el nombre del valle era puramente accidental; ahora veía que tenía un interés histórico. Mis investigaciones, sin embargo, para esclarecer la vida de la Reina Constanza, fueron inútiles. Se cree que se convirtió al cristianismo, pues su nombre así parece indicarlo.

“¡Oh!, dijo Juanico, “hay también un cementerio indio cerca de aquí”. Estuve ansioso de verlo, pero ellos ponían mala cara a tal idea, y tuve que insistir con los guías que me dieron; Antonio y un muchacho estuvieron dispuestos a acompañarme, y nos dirigimos hacia las faldas de las lomas que quedan al Sur del valle. Una hora de camino a buen paso al través del bosque de pinos nos tomó el llegar a un riachuelo: aquí observé terraplenes de forma semicircular. Cruzando el arroyo, vi sobre las laderas de una loma, huellas de un ancho camino en zig-zag que parecía conducir a la montaña a cuyos pies estaba el cementerio de forma circular que contenía un millar de tumbas de aborígenes aproximadamente, limitado por la montaña, el arroyo y el bosque de pinos.

Los túmulos son de forma redondeada o alargada; están cubiertos invariablemente con fragmentos de rocas, entre las cuales observé piedras verdosas. Pienso que estas piedras verdes fueron traídas de algún lugar distante, pues no pude descubrir ninguna in situ.

Las tumbas tenían dirección de Este a Oeste. El mayor número de ellas estaban calculadas para recibir un solo individuo; pero habían otras, que a juzgar por su tamaño, estaban destinadas a ser ocupadas por varios cadáveres. ¿Qué podríamos decir de este descubrimiento? ¿Tendrían los indios una idea de tumbas familiares?

Dije que encontré en el cementerio unas mil sepulturas. El número de tumbas en el lugar más abierto, en donde los pinos han germinado muy separados, debe sobrepasar esa cifra. Se extienden por el bosque adyacente en las márgenes del arroyo, y sólo las que están por ahí deben ser como el doble de las otras. No quise turbar el reposo de estas cenizas: ¡que lo hagan otros! El tiempo me era escaso, no tenía aparatos para excavar y la repugnancia de los guías por el cementerio me lo impidieron.

Abandoné el cementerio indígena lleno de extraños sentimientos. Quizás era yo el primer europeo que se acercaba y vagaba por el lugar de descanso de altivos guerreros que fueron los caciques de estas regiones apartadas. Salvo estos túmulos que hablan de su muerte, ninguna huella ha quedado de su existencia.

Mis guías me hablaron de una vieja mata de naranjas dulces sembrada por los indios. El bosque estaba lleno de naranjas agrias, pero la que ellos decían, era de frutas muy sabrosas, y su tronco tenía el grueso de un hombre. Después de larga búsqueda la encontramos; el guía hacía años que no caminaba por allí. El tronco madre se había caído, vencido por la vejez, y yacía mustio sobre la tierra; pero retoñó de nuevo, y ese retoño alcanzaba ya a 35 pies de altura, sosteniendo algunas frutas. Eran de excelente sabor, y la mayoría no tenían semillas. Este caso es frecuente entre los árboles viejos. El tronco madre debió haber tenido un gran tamaño: el corazón que había resistido a la destrucción, medía unos tres pies de circunferencia. Este fue sin duda, el primer naranjo dulce cultivado en esta parte de la isla. Pocos árboles tienen una vida tan larga; es sabido que hay alamedas en España formadas de naranjos que tienen 600 años de edad.

De vuelta al “bujío” medí los muros de tierra de “La casa de la Reina Constanza”. La dirección longitudinal de los dos muros es Oeste-Noroeste; los lados, que están libres, Nor-Noroeste. Los muros tienen ahora una altura de 6 pies aproximadamente, ulos 286 pies de largo, y están separados uno del otro por una distancia de 165 pies. A unos 158 pies del extremo Norte parecía haber existido una entrada, y otra correspondiente en el extremo opuesto.

Algunos viejos pinos habían crecido en lo alto de los muros, atestiguando la antigüedad de la estructura. Están situados cerca de una colina, en cuyas laderas se advierten trazas de un ancho sendero que conduce a su cima.


Notas

[1] La Alpinia a que se refiere el autor es con toda probabilidad la Alpinia antillarum R. et Sch., var. Grandiflora (K. Schum.) R. M. Moscoso. Esta planta, muy común en la Cordillera Central, es endémica de la Hispaniola; el Barón de Eggers la recolectó en el Monte Barrero a 1,200 metros de altura, en el mes de Mayo de 1887, es decir, en el mismo sitio señalado por el sabio viajero.

Esta especie, como también muchas otras de la misma familia, es llamada Jengibre cimarrón.En nuestro herbario figura un espécimen de dicha planta recolectada en Paso Bajito a pocos kilómetros del Barrero.

[2] La Fuchsia encontrada por Sir Robert Schomburgk es una de las dos especies que existen en la Isla: Fuchsia pringsheimii Urb. y F. triphylla L., Oenotheraceae, ambas endémicas de la Hispaniola. El binomio F. racemosa Lam. es un sinónimo del F. triphylla L. Estas bellísimas plantas de flores péndulas de color escarlata abundan en nuestro país en los alrededores de Jarabacoa, en la ruta de ésta a Constanza, en el Valle Nuevo y en la Provincia de Barahona. Conservamos en nuestro herbario, muestras de ambas especies.

[3] Eleusine indica (L.) Gaert. Gramínea (Poaceae) existente en todos los rincones de la República con los nombres de: Pata de gallina y Pata de cotorra. Como lo indica su nombre específico, es originaria de la India.

[4] Bellísima Rubiácea muy abundante en la Cordillera Central, donde es conocida con el nombre de Tafetán. Pertenece al género Palicourea Aublé, género segregado del Psychotria L.- Su nombre botánico es: Palicourea alpina (Sw.) P. DC. Var. Eriantha (P. DC.) Grises. De Urb. Symbolae Antillanae, Vol. VIII, pág. 683, extractamos los siguientes datos: “Rob. Schombugrk n. 64. Inter. Río Jimenoa et Río Tireo in sylva non rara 1100 m.” Se refiere Urban, por lo tanto, a la misma planta vista y recolectada por el sabio geógrafo, arqueólogo y naturalista en su viaje a Constanza. En nuestro herbario tenemos muestras de la misma planta recogidas también en Paso Bajito.

[5] Esta palmera, cuyo nombre botánico actual es Roystonea oleracea Cook, nunca ha existido en nuestros bosques. Se le ha asignado como patria a Venezuela, Antillas menores, etc., sin que se sepa a ciencia cierta de dónde es originaria, ya que Jacquin, el eminente botánico austríaco, al designarle el binomio Areca oleracea, 1763, no indicó con precisión el lugar de procedencia. Solamente escribió: “Habitat vulgaris in Caribaeis”.

La palmera vista por Sir Schomburgk es la Roystonea hispaniolana Bailey, 1939, Phoenicaceae, endémica de nuestra Isla. Existe una forma de esta palma a la cual nuestros campesinos llaman Palma Caruta, la que para nuestro distinguido botánico R. M. Moscoso constituye una forma nueva a la que él ha designado con el nombre científico de: Roystonea hispaniolana Bailey, forma altissima R. M. Moscoso.

[6] Esta parra a que alude el ilustre viajero es con toda posibilidad Ampelocissus robinsonii Planch., Vitaceae, pues en la obra de Urban arriba citada, pág. 402, dice así: “Rob. Schomburgk n. 152”. Esta especie, como también la Vitis tillifolia H. et B., es llamada Parra cimarrona.

[7] Es nuestra Guayaba común, conocida de todos. El binomio citado por el autor entra en la sinonimia de la especie. El correcto es Psidium guajaba L., Myrtaceae.

[8] Al decir “ipecacuana bastarda”, suponemos que el autor encontró un gran parecido entre esta planta y la ipecacuana verdadera (Cephaelis ipecacuanha (Brotero) A. Richard y C. acuminata Karsten, Rubiaceae). La conocemos con los nombres de Mal casada y Algodón de seda, a causa de que sus semillas están provistas de pelos sedosos blancos. La planta citada por el viajero es la Asclepias nivea L., Asclepiadaceae, que es la que tiene flores blancas. La Asclepias curassavica L. tiene las flores rojas con el centro amarillo.

[9] Probablemente se trata de Lantana aculeata L., Verbenaceae, cuyo nombre vulgar es Doña Sanita o Sanica, planta muy abundante por todo el país.

[10] En los límites de nuestra Flora no existe actualmente ninguna planta perteneciente al género Rhus L., pues las dos especies que fueron incluidas en él figuran ahora en el género Metopium Engl. Muchas de las especies exóticas del género Rhus son llamadas Zumaque.

Tanto nuestras especies como muchas de las exóticas tienen un principio (toxidendrol) muy irritante para la piel, produciendo toxidermias al que tiene el descuido de ponerse en contacto con ellas.

Nuestras dos especies son: Metopium toxiferum (L.) Krug et Urb. y M. Brownei (Jacq.) Urb., Anacardiaceae. De este último guardo un recuerdo imperecedero. Mi amigo y maestro, el notable botánico R. M. Moscoso, y el que esto escribe, realizamos una excursión botánica al Morro de Monte Cristi, donde fuimos tomando notas y recolectando y examinando plantas. Entre ellas, por mala suerte para mí, estaba la especie arriba citada. Como resultado de ello estuve una semana en cama, víctima de una terrible toxidermitis (dermatitis venenata), que afectó todas las partes descubiertas: cara, cuello y brazos.

[11] Las especies del género Tillandsia L., Bromeliaceae, pasan de 20 en nuestra Flora. Pertenecen a él todas las plantas parásitas conocidas con el nombre de Piñas que crecen sobre diversos árboles. Como ejemplo de ellas ponemos la que crece corrientemente en los alambres de la luz eléctrica, cuyo nombre científico es Tillandsia recurvata L.

[12] Este género suramericano perteneciente a las Bromeliaceae, tampoco existe en nuestra Flora. Imaginamos que la planta vista por Sir Schomburgk es una de las tantas especies del género Tillandsia. Al género Agave L., Amaryllidaceae, pertenecen el Maguey y el Henequén.

[13] Tillandsia usneoides L., Bromeliaceae, a la que Schomburgk llama “barbas de viejo”, es nuestra tan conocida Guajaca. Su nomenclatura actual es: Dendropogon usneoides (L.) Raf.

[14] Pomarrosa o pomo es el nombre común de esta planta cuyo lugar de origen es la India. El binomio Jambosa vulgaris DC., usado por el autor, es sinónimo de Eugenia jambos L. aceptado por todos los botánicos actuales.

[15] Panicum horizontale Meyer es sinónimo de Digitaria horizontales Willd., Poaceae. Del género Leptochloa Beauv., Poaceae, existen descritas para la isla seis especies, a saber:

  • L. domingensis (Jacq.) Trin.
  • L. fascicularis (Lam.) A. Gray.
  • L. filiformis (Lam.) Beauv.
  • L. monticola Chase
  • L. scabra Nees.
  • L. virgata (L.) Beauv.

No podemos imaginarnos a cuál de las especies precedentes se refiere el autor.

[16] Tuberosas o azucenas (Polianthes tuberosa L., Amaryllidaceae). Es originaria de Méjico.