El Tocayo de la Naturaleza
Por Félix Servio Ducoudray. 1979. Suplemento Sabatino periódico El Caribe. 1° dic., 1979, pp. 4—5 [1], reproducido en Naturaleza Dominicana #6 – Anexos p. 235
El viaje a Valle Nuevo me enseñó otra cosa: Al subir por Casabito —era el comienzo de la excursión— el musgo aceitunado con puntas de relumbre verde que vimos en la ladera de la montaña, tenía este nombre: Marcanoa domingensis [2].
Después, llegando casi a Valle Nuevo, en la parada que se hizo en El Convento junto al río Grande, para recoger insectos, el profesor Marcano le avisó con este grito a su esposa lo que había encontrado:
—¡Chelo! marcanoi en cantidad. Casi todos hembras.
Otro, pues (esta vez un coleóptero), con su nombre, que aquí doy completo: Diabrotica marcanoi.
Y todavía al final del viaje, acabando de pasar Ocoa y con el rumbo puesto ya hacia el cruce con la carretera Sánchez, Marcano recordó:
—Esta es la zona típica del Anolis marcanoi. Fue ahí donde lo encontramos. En esa mata de jabilla.
Ahora hablaba de un lagarto, que también lleva su nombre.
De modo que el viaje empezó por el musgo de Marcano, siguió a medio camino por el insecto que él nomina, y acabó por el lagarto que lleva su apellido.
Tres en total.
Aunque debo aclararlo: tres en este viaje. Porque hay otros en que también se da lo mismo.
Y eso de casi ser tocayo de la naturaleza —algo que no se ve todos los días— me pareció que merece que alguien lo ponga de resalto.
Me dio brega; porque él no quería. Su modestia le dictaba el retraimiento y se mostraba reacio a facilitarme los datos. Tres veces lo entrevisté sobre el asunto, y otras tantas me dijo que después. Dirigí la averiguación hacia algunos de sus discípulos. Por ahí empezó a cristalizar este reportaje. Las fotografías fueron rebuscadas por su esposa entre viejos álbumes. Y sólo cuando le dije que la divulgación de lo que él había hecho podría lograr que algunos estudiantes se entusiasmaran por la investigación científica, accedió. «Sólo por eso», me dijo.
Yo lo hago, además, por creer que es de justicia.
Porque esa onomástica floral o de la fauna, que pone en la taxonomía universal un apellido de Licey al Medio, es el resultado de una vida consagrada al estudio del mundo natural y que se ha hecho sabia en eso.
Y no tanto sabía por las veces que bajó los libros de la estantería, sino por el ejercicio incesante, a lo largo de 40 años, de la investigación científica, buscando la verdad sobre el terreno. En cada río, cada monte y cada nube de la patria. Así ha podido —no existe otra manera— verificar el acierto de los libros, rectificarles el descuido erróneo o añadirles lo que no sabían.
Quizás ahora se entienda: aquellos nombres de que hablé al principio, en que se escogió el suyo para designar géneros o especies nuevos, son, en cada caso, homenajes de reconocimiento que le han tributado a su fecundo trabajo científico y a la jerarquía excepcional de sus conocimientos, otros eminentes naturalistas.
Un día estaba Marcano en uno de los salones del Smithsonian Institution. Reunidos con él en torno de una gran mesa, especialistas en unas 30 familias de insectos, cada uno de los cuales tenía interés en aprovechar la presencia de Marcano para completar o confirmar, con lo que él les dijera, los conocimientos que tenían acerca de los insectos del país.
Cada quien preguntaba de lo suyo: si aquí existía tal especie o género de insectos, en cuál ambiente habitaban, cuál planta los alimentaba, el daño que causaban, si eran poblaciones copiosas, si se había topado con alguno con tales características, o si las migraciones, etc. Lo de nunca acabar. Creo que en esa ocasión el profesor Marcano ha de haber repasado mentalmente, sin faltarle uno solo, su colección de 30,000 insectos. La doctora Doris Blake, autoridad mundial en la familia de los Chrysomelidae, lo seguía con admiración; y al final de aquella sesión de escudriñamientos, le dijo poco más o menos lo siguiente: que él era tan especialista como los otros, sólo que no en una sola familia de insectos, sino en las 30.
Y eso lo proclamó al dedicarle la Diabrotica marcanoi. Escribió que lo hacía por considerar a Marcano «un naturalista por los cuatro costados» y además un «magnífico recolector».
Se trata de un coleóptero de la familia Chrysomelidae, caracterizada por el hermoso brillo metálico de los colores, blanco y negro en este caso.
Marcano la encontró por primera vez en La Ciénaga de Manabao, junto a la confluencia de Los Guanos y Los Tablones.
—Esa vez yo andaba solo. Luego la colectamos en El Convento (en un viaje anterior) y en Las Avispas —de Ocoa—. Siempre aparecía comiendo el polen del maíz. Ahora, esta segunda vez que la vimos en El Convento, tenía eso de nuevo: estaba alimentándose de una solanácea silvestre. En todos los casos ha sido encontrada en localidades de bosque muy húmedo. El adulto no sólo se come los granos de polen sino quizás también el estambre. La larva, en cambio, está en la raíz. Después de alcanzar su tamaño máximo, pupa (hace una cápsula) y va transformándose en adulto. Cuando la transformación concluye, rompe la cápsula, vuela y comienza nuevamente la reproducción.
El musgo es el copero de la naturaleza, puesto que le escancia el agua, que es su vino. Almacena la lluvia que cae en la montaña, para servírsela después a tragos cortos. Y como es planta que se adapta a toda clase de climas, crece hasta en los ambientes regidos por la ley seca. Pero siempre en los suyos, como esponja del aire.
—Y desde el punto de vista geológico —señaló el profesor Marcano, que también anda en eso— ayudan, por ser antiguos, a la identificación de los terrenos primarios.
El suyo, Marcanoa domingensis[2], todavía no estaba bautizado cuando lo encontró por primera vez en 1965, casi en el mismo lugar donde lo vimos ahora: cerca de la cima de Casabito. Y no era sólo especie nueva, sino un género desconocido hasta entonces.
Después volvió al sitio con el profesor Morris (correccion editorial: Norris), catedrático de una de las universidades de California y que por ser briofitólogo, esto es, especialista en musgos, había venido a estudiarlos. Y Morris consideró de justicia dedicarle el género a quien lo había descubierto.
Otro día y otro año —allá por el 1960 o algo más tarde: no lo recuerda con exactitud «y tendría que buscar para encontrar la fecha»— fue el lagarto de Ocoa.
¿Ha observado usted el arcoiris en forma de moneda que sacan por la golilla como si fuera ranura de alcancía? ¿O como se dice comúnmente: que el lagartijo sacó «la corbata»? Eso tiene su nombre en lengua de científicos: «saco gular», y consiste en una membrana con un cartílago en la parte inferior, que es lo que se extiende para sacar el saco, que no es otra cosa que un pliegue de la piel.
Esta explicación me la dio Sixto Incháustegui, herpetólogo, que quiere decir especialista en reptiles, los lagartos entre ellos. Pero lo que me interesa señalar ahora es lo siguiente: que Marcano alcanzó a ver un día ese lagarto con el saco gular únicamente rojo, sin los colorines habituales y eso le llamó la atención porque parecía ejemplar de especie nueva. Y aunque ese día no pudo recoger ninguno, dejó anotado el hallazgo mentalmente.
Vinieron después al país el doctor Ernest William, de la Universidad de Harvard, y el doctor Stanley Rand; y Marcano los condujo en las exploraciones para mostrarles algunas novedades. Dos por lo menos esa vez: un lagartico diminuto, en Casabito; y a la salida de Ocoa, el de golilla roja. En esa ocasión lograron tenerlo en la mano y al confirmar que se trataba de especie nueva, los científicos visitantes acordaron allí mismo dedicárselo a Marcano. Por eso se llama desde entonces Anolis marcanoi.
En otra ocasión, la segunda, andando el profesor Marcano con Sixto Incháustegui y con el padre Julio Cicero, lo encontraron cerca del Cruce de Ocoa sobre un cocotero, y a la orilla del río Baní, entre las piedras.
Marcano señala: ese lagarto del género Anolis es muy abundante. Vive en la zona de transición del bosque húmedo al seco, y su nicho característico son los troncos hasta medio talle, de donde baja al suelo. Otras especies suelen ocupar la mitad superior. La zona de distribución conocida hasta ahora se extiende desde San José de Ocoa hasta las lomas de Baní.
Y antes de seguir adelante, dejemos que Sixto nos explique para qué les sirve a los lagartos el mentado saco gular:
—Sacándolo marcan su territorio. Con ello dicen: aquí yo soy el amo y no admito intrusos. Y si el otro no se va, pelean. Generalmente son combates ritualizados; pero si el intruso insiste, entonces se muerden.
(Ahora lo entiendo: lleva colores —desde luego, heráldicos— porque es la bandera de su patria).
Pero también es divisa de la estirpe.
Sigamos oyendo a Sixto:
—Es también la llamada del sexo, y en este caso desempeña el papel de mecanismo de aislamiento entre las especies. El ritmo con que lo extienden y recogen, lo mismo que el color, es diferente encada una, y las otras especies, que reconocen la señal, no responden cuando ven que no es el de la suya.
Sixto todavía tiene algo más que contarnos, porque fue él quien encontró, en el valle de Bao, el Celestus marcanoi, otro lagarto dedicado al profesor Marcano, esta vez por Albert Schwartz.
—Esa mañana hacía mucho frío. Lo recogí cerca del nacimiento del río Bao, entre el pajón (Danthonia domingensis) y debajo de unos cayaos. Casi debajo de cada piedra había uno. Y como reptiles al fin, estaban aletargados por la temperatura tan baja. Casi no se movían. Es un lagarto endémico. Eso fue en 1971.
Los caracoles inventaron la concha cuando el nácar aprendió a volverse ovillo. Así debió de parecerle al profesor Marcano cuando metido en la cueva de la Cabirma de la Loma (provincia de San Cristóbal) dio con aquel diminuto molusco terrestre, allá por el 1958, de color amarillo brillante y con un diente en la apertura (boca) de la concha: Proserpina marcanoi. ¿Será necesario que repita la razón del homenaje que le puso nombre?
Dejemos que el mismo descubridor nos lo presente: «Este diminuto caracol tiene como pariente cercano otra especie que está en Jamaica. Vive en las hojas podridas del suelo, junto a las rocas calizas de los cafetales de esa zona de San Cristóbal. Hasta ahora no conocemos bien los daños o beneficios que ocasione».
Le pedimos los datos de otros componentes de la flora o la fauna bautizados con su nombre; pero se resiste: «Con eso ya es bastante», nos dice.
Apelamos entonces a las publicaciones científicas, y en el libro Membracidae de la República Dominicana, del doctor José A. Ramos, de la Universidad de Puerto Rico, nos topamos con éste: Orthobelus marcanoi, insecto de esa familia. La especie le fue dedicada al naturalista dominicano (copio textualmente al eminente especialista):
«En merecido reconocimiento […] a quien los estudiantes de la flora y fauna dominicanas le deben tanto por sus descubrimientos y valiosísimas colecciones».
Y como si esto fuera poco, añade este juicio elogioso al presentarlo a los lectores de la obra: «Connotado naturalista y profesor universitario, […] se destaca como excepción y ejemplo enaltecedor de una vida dedicada a coleccionar y observar en el campo de la flora y la fauna de su país».
El Orthobelus marcanoi fue recogido en la bahía de San Lázaro, el 27 de junio de 1915 (no por Marcano, desde luego), y desde entonces reposaba sin identificar en el Smithsonian Institution, hasta que ahora, lo examinó el doctor Ramos.
El trabajo de Ramos, publicado este año [1979], se basa en la colección de membrácidos del profesor Marcano, que tiene 31 especies encontradas por él, 17 de ellas nuevas, 9 de las cuales fueron «reportadas» por el propio Marcano. Otra más: el Stenotabanus marcanoi, dedicado por G. B. Fairchild, de la Universidad de la Florida, también en este mismo año, hace apenas unos meses.
Son los últimos casos conocidos. Pero ¿cuál fue el primero que inició la serie? El Solenodon marcanoi, una suerte de jutía, que le fue dedicada por el doctor Bryan Patterson, de la Universidad de Harvard,y que después clasificó en otro género de la misma familia Solenodontidae, el zoólogo Luis S. Varona,de la Academia de Ciencias de Cuba, con este nuevo nombre que respetó el homenaje: Antillogale marcanoi.
Por la cueva de Rancho La Guardia andaba Marcano con el doctor Clayton E. Ray, del Smithsonian Institution, el día que encontraron los huesos del animal. Fue lo único que apareció de él y lo único que se le conocía.
Un pariente fósil de la jutía, pues; pero ya extinto. Así estaban las cosas cuando hace poco José Alberto Ottenwalder lo encontró vivo en una de las montañas del país, en la zona del bosque muy húmedo.[3]
Marcano se acuerda todavía de la cena que le ofreció la facultad de farmacia de la Universidadde Santo Domingo, antes de ser autónoma, para celebrar con él la noticia de que esa «presa» de la ciencia llevaría su nombre. Era el estreno de los marcanoi, que después vendrían como si fuera entanda corrida.
Lo que menos se imaginaba entonces es la sorpresa de ahora: que el fósil iba a resucitar en una de nuestras cordilleras, y que aparecería vivito y coleando, paseando a Marcano —o al menos su apellido— por el bosque.
¿Puede alguien dudar que esta sea la noticia científica más sensacional de este año en el país?
Ahora hagamos el compendio: en total ha descubierto más de 300 especies desconocidas hasta entonces por la ciencia; y otras 200 de las que no se tenía noticias de que existieran en el país.
Notas:
[1] Este artículo se presenta aquí en su forma original aunque contiene varios errores. Ver la página de especies dedicadas al Prof. Marcano para una versión más actualizada de las especies que llevan su nombre.
Las fotos intercaladas aparecen en la reproducción del artículo en Naturaleza Dominicana #6 – Anexos.
[2] Ver Marcanoa domingensis Norris (Bryophyta)
[3] El Solenodon marcanoi es, todavía, considerado extinto.
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