Una excursión al Pico del Valle Nuevo o Pico de la Sabana Alta (1945)
por el Dr. FEDERICO W. LITHGOW CEARA
Adaptado de “Relatos del Dr. Federico W. Lithgow Ceara. 1979. Boletín de la Sociedad Dominicana de Geografía. Vol. VIII, No. 8“
Transcripción de Fritz José Pichardo Marcano.
Biografía de Lithgow Ceara
Cuando era pequeño tenía yo una ranita mecánica: le daba cuerda, la ponía sobre el piso y la ranita salía disparada con sonoros saltitos. Entonces me retiraba lejos, creyendo que el juguete se detendría: pero vano deseo, seguía dando sus saltitos hasta agotar toda la cuerda.
Tal me ha sucedido con la bella excursión que acabo de realizar. Hace unos meses fui invitado por un querido amigo de La Vega para pasar una semana en el Valle Nuevo. Mi alegría fue grande, pues hace tiempo que abrigaba el deseo de ascender al Pico del Valle Nuevo, y para llegar hasta él, es preciso ante todo ir al Valle Nuevo y desde allí planear el ascenso al pico.
El querido amigo hizo como hacía yo con mi juguete: me dejó solo, haciendo su paseo a otra parte. Yo me desquité haciendo como la ranita: seguí aumentando mi entusiasmo hasta agotar toda la cuerda, que equivale a decir, hasta realizar mi deseo.
Me dediqué a buscar nuevos compañeros. El Dr. Canela tenía otros proyectos urgido por anteriores compromisos; el Dr. Alberto Godoy, el compañero incomparable, estaba en New York en busca de más vastos horizontes para su vida; el Ingeniero Flores no podía disponer de tiempo, consagrado a un continuado trabajo. Falto de estos viejos compañeros amantes de nuestras lomas, hube de apelar a otros amigos que pudieran tirar del carro donde llevo mi pasión por las montañas. No tardaron en aparecer dos: el Dr. José de Js. Jiménez, doblemente ilustre como médico y como botánico, quien tenía ansias de conocer el Valle Nuevo por su interesante flora endémica, y el Dr. Santiago Bueno, quien sufre como yo la doble obsesión de saturar de paisajes las retinas y la cámara fotográfica.
El 23 de marzo del presente año de 1945, partimos hacia Jarabacoa en automóvil. Unas horas después pasábamos por el Parque Nacional, primero entre pinares y luego entre pomarrosas, a una elevación de 600 metros con agradable temperatura, viéndose entre los árboles pequeños jirones del hermoso Valle de La Vega Real. Nos detuvimos luego a herborizar, y el Dr. Jiménez tuvo sus primeros hallazgos con algunas Ciperáceas y una bella orquídea blanca de tierra, que retuerce su tallo, cargado de florecillas blancas, en forma de espiral. Minutos después llegábamos a Jarabacoa: altura 500 metros. Temperatura de la noche, 18 °C.
El día 24 nos sorprendió a orillas del Yaque tomando un fresco baño. Hicimos las cargas con premura, se ensillaron los mulos y nos desayunamos. En el momento de partir encontré mi mulo sin la silla, el que lo había dado en alquiler tuvo el raro gusto de retirarla a última hora. Para no perder tiempo, partieron mis compañeros, mientras yo trataba de completar mi equipo. Pasaban los minutos para mi desesperación: pedía una silla de montar con la misma voz de tragedia que usara Rivas en Urica pidiendo un plomo español para su pecho; pero tuvimos la pareada fortuna de que no apareciera para él la bala que tocara su pecho egregio, y yo encontré la silla que permitiera mi viaje. Salí a las nueve y cuarto.
Poco tiempo después, en alas de la espuela, mi mulo alcanzaba a sus compañeros. Juntos emprendimos la ascensión del Barrero; la carretera serpentea por sus laderas como animal que el dolor retuerce. En Nigua, el corte ha sido en la piedra viva. Espesa neblina cubría la loma, de tal modo que no podíamos ver los panoramas que al regreso nos pasmarían. Vencida esta loma, el aneroide marcaba 1200 metros en la cima.
Desde ahí veíamos otra loma que una hermosa hamaca unía al Barrero: esta es la Loma de la Sal, cubierta de pinos como aquélla. Entre estas dos lomas corre prisionero el Jimenoa, para un poco más lejos despeñarse soberbio en hermosa catarata. Pero le esperan nuevos infortunios: el lugar de la escapada está destinado a las turbinas de una gran central hidroeléctrica, y de prisionero pasará a la casta inferior de los esclavos. A poco andar, llegamos al alto de Paso Bajito. La neblina sólo nos permitió admirar el Mogote, cuya pesada mole nos parecía al alcance de la mano.
El próximo poblado sería El Río; se llama así, porque el Jimenoa lo atraviesa como una viva cuchillada partiéndolo en dos. Para que no se pierdan los dos pedazos del poblado, hay un puentecito que los une como una pequeña puntada.
Seguimos camino, con la premura que podían permitir los mulos medio cansados; comenzamos a temer que la noche nos alcanzara en esos parajes fríos y medio desiertos. La carretera, en general, seguía ascendiendo, llegando al Alto de Rancho Quemado que es la altura mayor del camino con 1460 metros de elevación, a las cuatro y media de la tarde. Desde ese punto comienza la carretera a descender con gran inclinación y con grandes curvas para llevarnos a los treinticinco minutos al Valle de Tireo: dibuja la loca picada de un avión herido de muerte. Agonizante la cuesta, nos permitió ver el hermoso valle y el poblado de su mismo nombre. Como índices cubiertos de verdura, tres sauces de Humbolt, egoístas, se robaron todas las pupilas. Llegados al arroyo Tireo, vimos colgantes sobre el agua las corolas blancas y gigantes de las Daturas, las mismas que saludaron coquetas al profesor Chardón cuando iba camino de “la cornisa de las Antillas”, como llamara él a los riscos más elevados de nuestra Cordillera Central.
A las seis y media, con el valle entre penumbras, estábamos a la vista de Constanza: el sol moría… tiritando… arrebujado entre negros nubarrones. Los picos de Loma Redonda al norte y de Culo de Maco al sur, como manos gigantescas, lo sostenían en su noble caída.
Llegamos al poblado: el altímetro marcaba 1170 metros y el termómetro, abandonando su pereza, se movió un poco, bajando a 15 oC.
Ya en el hotel, nos esperaba una sorpresa muy agradable. Seis jóvenes de Santiago, José Tavárez, Chichi Sarnelli, Camilo Jorge, Rafael Castro, Gustavo Benedicto y Jesús María Vargas, el inolvidable Capitán, rodeando una mesa circular, estaban en charla amena después de haber cenado. Con fuertes abrazos nos estrujamos, expresión familiar de cariño. Pinos vigorosos, habían hecho la jornada a pie de Jarabacoa a Constanza, 48 kilómetros completos. Almas jóvenes, blancas todavía, representaban el raro consorcio de la fuerza y la bondad. Ahí estaba Santiago. ¡Cómo no había de estar!, si su sístole sonoro, producto de un músculo leal y robusto, se escucha en todos los confines de la República, en toda ocasión noble, en toda manifestación de arte, en toda expresión de la inteligencia, en toda justa deportiva.
Pasamos una noche muy agradable. La temperatura al acostarnos era de 15 °C y al amanecer de 12 °C. La mínima, obtenida en la Oficina Meteorológica fue de 11 °C. El hotel de la señorita Collado es un refugio acogedor para el viajero. Magnífica comida, camas muy limpias, trato preñado de finezas, completado todo por ausencia total de insectos: en Constanza no se usan mosquiteros y las dueñas de casas ignoran que hay lugares en donde el registro de las aristas de los colchones constituye un arte y una necesidad.
Amaneció muy claro, y temprano partimos hacia el Valle Nuevo. A las once pasábamos por Río Grande, que en realidad es una de estas dos cosas: un río pequeño o un arroyo grande. Tomamos el baño, con el agua muy fresca a 16 °C.
Antes de llegar a Río Grande, desde una parte alta del camino, vimos el Valle de Constanza desde un nuevo ángulo: la impresión es profunda al ver la llanura de través. Ciñen el valle, La Loma Redonda a la izquierda, el Alto de la Culata a nuestro frente y Las Lomas del Valle de Constanza a la derecha. En las faldas de estas lomas azules, como cachorra que ronca satisfecha, el poblado.
Atravesando el cauce de Río Grande, llegamos a la carretera que se está construyendo en dirección al Valle Nuevo, comenzando inmediatamente a atacar las lomas que había que vencer ese día: Pinar Bonito primero y Pinar del Chicharrón después, lucen hermosos pinos cubiertos de guajacas blancas, que soñolientos, nos miraban con indiferencia.
Comenzamos la ascensión de El Montazo en un sitio llamado Mata Larga, con una altura de 1600 metros. Los campesinos han intitulado Montazo a esta loma porque es una selva muy espesa, y para ellos no existe la palabra selva sino monte. La cima está a 2000 metros formada por una pequeña altiplanicie. Esta vegetación exuberante la encontramos en nuestro país entre los 1500 y los 2000 metros: tal, las que admiré en la Loma de la Cotorra y la Sierra Atravesada. Como siempre, en El Montazo vimos cómo la selva se traga los pinos. Vimos extasiados, helechos arborescentes de ocho y diez metros de altura, con los troncos gruesos como los de las palmas raquíticas.
En el Alto de la Cañada, a los 2100 metros, languidece la selva hasta desaparecer. Los pinos, como miedosos, reaparecen poco a poco, adornados con abundantes piñitas, usando el terreno que la selva ha despreciado.
A las dos y media de la tarde llegábamos al Valle Nuevo, al sitio donde reposa tranquila una pequeña residencia del Generalísimo Trujillo. Altura, 2250 metros. Pusimos nuestro termómetro a la sombra de un pino y mareó 11 °C. Fuimos al manantial que hay junto a la casa y el agua estaba en 10o. Junto a la casa principal hay tres barracas, del tipo que usa nuestro ejército para sus pequeños cuarteles, pintadas de gris con las techumbres rojas. En estas casitas se recibe la cariñosa hospitalidad de los celadores, siempre listos a servir a los que solicitan albergue. Algunos alambres eléctricos tendidos, nos hablaron de luz eléctrica: hay un motor, pero creo que no funciona actualmente.
Nuestra primera impresión fue de profundo desencanto. Era eso el Valle Nuevo? ¿Era ésa la realidad de un sueño tan largo tiempo acariciado? No veíamos valle alguno, y la belleza que era muy modesta, no se dejaba contemplar. No queríamos juzgar sin pruebas. Invité al Di. Bueno a escalar una loma que reposa al oeste de las casas, y que llaman indiferentemente Alto de la Casa o Alto de las Piedras. Desde su cima no podíamos ver nada, pues había mucha neblina; por un instante aclaró un pequeño espacio, y por él vimos retazos de un extenso panorama hacia el oeste. Descendimos, y ya en la casa, confesé mi desencanto a Abrahán Rosado, nuestro distinguido guía. Rió a carcajadas, explicándome que el Valle Nuevo no era ese pequeño espacio donde se encierran cuatro casitas, sino que es un sitio de unos sesenta kilómetros de largo por unos cuarenta de ancho, espacio saturado de cerros cubiertos de pinos y de sabanas alfombradas de pajón amarillento. Venga conmigo, Dr. Lithgow, le enseñaré la Sabana de los Robles, que para muestra basta un botón.
Cruzamos el arroyo, tomamos el camino real que conduce a Túbano (Padre de Las Casas), subimos la loma que por el este, como perro fiel, cuida de la residencia del Generalísimo, y en poco tiempo llegamos a una hermosa sabana de casi un kilómetro de largo por medio de ancho.
Mire, Doctor, ésta es la Sabana de los Robles, me dijo Abrahán . Quedé silencioso ante la hermosa vista del paraje: no podía pedirse más belleza a un cuadro compuesto con materiales tan modestos: pajón, pinos, cerros.
Ante mi admiración, Abrahán habló de nuevo. No se asombre, me dijo, que mañana, camino del Pico del Valle Nuevo, verá Ud. sabanas que son mil veces más bellas y hermosas que ésta. Parecería tamaña hipérbole el juicio de mi guía, pero el día siguiente no le dejó mentir. Caminamos el pequeño valle, me enseñó el maderamen quemado de la casa solariega de un anciano de apellido Robles que fue en lejano tiempo fundador de una casta de ricos: muerto el tronco se secaron las ramas. Junto a las ruinas incineradas brota frío un manantial, con tal volumen, que se convierte en pequeño arroyo a los pocos metros. Todas las aguas de estos lugares, las de Constanza inclusive, tienen propiedades laxantes para los que las toman por primera vez; dan gran apetito, y ponen su granito de arena en el aumento de peso que experimentan los visitantes de esas lomas.
Regresamos a la casa al anochecer y ya habían llegado los seis jóvenes alpinistas santiaguenses que venían a pie desde Constanza. El Dr. Jiménez encantado, tuvo fortuna al encontrar nuevos endemismos junto al arroyo, en una larga herborización que le tomó todo el día. La temperatura iba bajando lentamente, ya a las siete de la noche estaba en 7 °C.
Nos acostamos temprano, no sin antes vestir todas nuestras prendas de lana. Conseguimos catres de lona, cuyos forros recibían una corriente de aire helado por las rejas del piso. Comenzamos por dormir tranquilamente; a las tres de la madrugada el frío me despertó: la lona de mi catre estaba fría como un bloque de hielo, la frazada, única que llevé, parecía húmeda; los muslos tenían una sensación de quemadura.
Me tiré del catre; oí roncar profundamente al Dr. Jiménez, protegido por abundante ropa de lana y envuelto en cuatro o cinco espesas frazadas. Los jóvenes santiaguenses dormían apilados cubiertos por abrigos, capotes, tiendas de campaña y serones, mugiendo como becerros encolerizados, algunos hablando en voz alta, como presas de un delirio onírico. Sarnelly hablaba casi sin cesar y le oí decir con voz clara: “no me cojan la mía, déjame ésa que me hace mucha falta”: parece que soñaba con frazadas imaginarias. El Dr. Bueno, siempre alerta, sintió mis pasos, preguntándome lo que me pasaba. Le expliqué, que con mi pobre frazada el frío se me hacía imposible de soportar. También mi amigo estaba protegido por buena ropa de lana y varias frazadas, consiguiendo que el frío no lo molestara. Con intención de consolarme, me dijo que fuera al exterior de la casa y leyera el termómetro que estaba colgado de un pino.
Así lo hice, y al leer el termómetro, le canté en voz alta: dos grados sobre cero! Seguí hacia la fogata que en un pequeño rancho tenían los peones. Tomé un serón, y ya sin frío, esperé el amanecer escuchando los cuentos y aventuras de los monteros.
El martes, día 27 de marzo, amaneció muy nublado amenazando lluvia; el frío era húmedo y molesto: a las ocho de la mañana el termómetro marcaba 5 °C. Los jóvenes de Santiago estaban aterrorizados por el frío: cuatro regresaron inmediatamente a Constanza guiados por el Capitán, quien al despedirse nos dijo con voz ronca: “Yo me voy, porque aquí no se goza”. Dos de ellos se quedaron: José Tavárez que nos acompañaría en la ascensión al pico y Rafael Castro que se quedaría en la casa recuperando fuerzas. Los que regresaron no salieron de la casa: ésos hicieron un viaje hueco; de seguro que vivirán en la creencia de haber visitado el sitio menos encantador del globo.
Salimos a pie hacia el Pico del Valle Nuevo a las ocho menos cuarto, con una brisa fría que helaba los huesos. Los valles y sabanas se sucedían sin interrupción como si se mostraran en competición de belleza: no terminaba la emoción que sentíamos al llegar a una de ellas, cuando se sucedía otra con iguales galas. Algunos cerros estaban coronados con piedras gigantescas de diez o quince metros de largo: negras, pulidas, denunciaban su origen eruptivo; tenían formas caprichosas: simulaban barcos, cabañas, falos y mil formas fantásticas.
Yo me había adelantado y en ese momento me alcanzaron los compañeros. Me informaron que el Dr. Jiménez intentó hacer la excursión caminando una parte del camino en su mulo; pero éste, agotado por la falta de alimentos, no pudo prestar ayuda, extenuado. No podía el querido amigo hacer la ruta a pie, pues su cerebro privilegiado hace subir el peso de su anatomía a doscientas diez libras, masa impropia para resbalar con ligereza por esas laderas escarpadas que las hojas secas de los pinos convierten en resbaladizas y temibles, íbamos, el Dr. Bueno, el incansable José Tavárez y yo, acompañados por dos guías.
A las nueve y media de la mañana llegamos a la Sabana Alta, una de las más bellas, de unos dos kilómetros de largo por medio de ancho. Se llama así, porque es la que está a mayor altura en el valle. En el fondo de ella comienzan las lomas que habían de llevarnos al Pico del Valle Nuevo. Para subir a este pico es preciso invariablemente pasar por la Sabana Alta: por eso lo llaman también Pico de la Sabana Alta. Para Abrahán, el pico no es otra cosa que el remate de la sabana.
Comenzaron entonces unos gajos gigantescos, como peldaños de una escalera para Reyes. Así los había visto en la ascensión al Pico Trujillo desde la compartición. Abrahán fue sincero, y nos dijo sin preámbulos: Bueno, muchachos, ahora es cuando comienzan las lomas de a verdad. En efecto, los gajos, a medida que los íbamos venciendo, adquirían cada vez mayor inclinación. Dos horas y cuarto, a contar desde la Sabana Alta, fueron testigos de nuestro esfuerzo continuado: jadeantes, por pendientes resbaladizas que ponían la vida en peligro a cada paso, sin hablar para no desperdiciar el aire que habían de aprovechar los pulmones, espoleando la voluntad, envueltos en densa neblina que no nos permitía ver los paisajes que adivinábamos en todas direcciones. Mientras más nos acercábamos al pico, la pendiente aumentaba y la neblina se hacía más espesa: ya no se veían las cosas a cincuenta pasos. Los guías remoloneaban diciendo que era inútil subir a la cumbre pues no se podría ver nada. El Dr. Bueno y yo no hacíamos eco a sus palabras, dispuestos a vencer la terquedad de la montaña.
Nos detuvimos palpitantes, tratando de ver entre las nubes. En ese momento nos dijo uno de los guías que ya estábamos a pocos pasos del macizo del pico. Como un milagro las nubes se separan, brilla el sol, y vimos ante los ojos maravillados la inmensa mole del Pico del Valle Nuevo.
Esta loma, como mujer pudorosa, no cede sus favores al primer halago: nos pidió nuevas pruebas y nuevos sacrificios. Su pendiente era tan inclinada que causaba angustia. La voluntad flaqueaba, los músculos temblaban ante el esfuerzo que adivinaban se les iba a solicitar. Mas, la ansiedad por esa cima pedía todas las concesiones, y comenzamos el último ascenso: usábamos de todos los medios que eran menester: pies, manos, bastón, asentaderas.
Ganamos la cima a las once y cuarto, y el premio compensaba el sacrificio. El paisaje era tan extenso que aparecía como un enorme círculo. Estábamos en el eje de una gigantesca rosa de los vientos. Nuestras miradas eran dueñas de todos los puntos cardinales, y atónitas, golosas, se tragaban presurosas las imágenes.
Una torre de madera de algunos metros de alto en la parte más elevada de la cima, sostenía, flotante a los vientos, girones de nuestra bandera: nos descubrimos respetuosos, clavadas las miradas en la tierra.
Descubrimos sobre una piedra, el lugar donde había sido colocada una placa de bronce que indicaba la altura del monte: guardamos un minuto de silencio en recuerdo de los dominicanos que soberbios como cóndores, dieron fe de su amor a la patria con este beso de bronce, frío y eterno.
¿Cuál es la altura del Pico del Valle Nuevo, o Pico de la Sabana Alta? El Dr. Jiménez se había quedado con el altímetro, y nos fue imposible medirla con nuestros propios medios. Quien tuvo el honor de medir este pico por primera vez fue el Barón de Eggers, en el año de 1887: obtuvo la cifra de 2630 metros. El Dr. Miguel Canela Lázaro, la máxima autoridad en nuestra República en cuestiones orográficas, me asegura que revisando sus cálculos ha llegado a la conclusión de que esa cifra es inferior a la verdadera altura. Tendré verdadero gusto en invitarle a una nueva ascensión a dicha cima, para que determine con precisión tan interesante dato.
Miramos hacia el este y dos montes negros como el ébano se veían entre los pinos: Pajón Prieto en forma de perfecta pirámide, y las Dos Focas, que nos enseñaban impúdicas sus dos pezones gemelos y gigantes.
Hacia el oeste, un remanso de paz: los Valles de Constanza y de Tireo iluminados por el sol, eran alfombras verdes de tamaño insólito; sus dibujos, de líneas rectas, indicaban los conucos que las bestias racionales hacen productivos. Más lejos todavía, se dibujaban pálidas, las siluetas del Piquito del Yaque, La Rusilla, Pico Trujillo y La Pelona, esas lomas de querido recuerdo.
Al sur, y bastante cerca de nosotros, las líneas curiosas y únicas del Culo de Maco; un poco más a la izquierda y a mayor distancia, esfumándose entre las nubes, el Monte Tina, con su hermanito menor, Los Pajones Blancos. Entre esas elevadas cumbres y nosotros, el Valle Nuevo enseñaba sin recelo todos sus esplendores, desplegando ante nuestros ojos ese mantón inmenso donde se dibujan cientos de sabanas y de cerros, en los tonos severos del amarillo oscuro y del verde.
Nos volvimos hacia el norte; muy cerca, una porción de montes azulados cerraban el paisaje ¿sus nombres? humillados por su baja altura llevan nombres que no evocan recuerdos.
Tomamos una media botella vacía y en ella introdujimos un acta; hacíamos constar la fecha de nuestra ascensión y estampamos seis firmas: Dr. Santiago Bueno, José Tavárez, José Avelino Cosme, Abrahán Rosado y el Dr. Fed. W. Lithgow.
Funcionaron las cámaras fotográficas y prisioneros llegaron a Santiago todos esos bellos panoramas, que para dejarse conquistar exigen gran esfuerzo y un poco de divina locura.
El termómetro a las doce del día marcaba 6 1/2 °C.
A la una y cuarto comenzamos el descenso a paso largo, que el continuo resbalar apresuraba; deshicimos el camino para llegar a la casa a las cuatro de la tarde. En resumen, gastamos tres horas y media en el ascenso y dos horas con tres cuartos en la bajada.
Esa tarde a las cinco tomé un baño general en un pequeño remanso del arroyo que lame los alrededores de la casa. El agua estaba a 10 °C, y a su contacto la piel del cráneo tuvo la sensación de haber recibido un fuerte golpe. En el resto del cuerpo la piel se llenó de manchas rojas; el frío y el calor producen muy semejantes quemaduras.
Poco después, mochila al hombro, regresaba a Constanza José Tavárez, el benjamín de los deportistas de Santiago. Le acompañaba Rafael Castro, listo ya para nuevas jornadas después de su bien ganado reposo de un día. Una vez en Constanza éstos tomarían una guagua de Obras Públicas que los conduciría hasta Santiago. José Tavárez se negó a aceptar medios de transporte, y con Duque, su hermoso perro negro, regresó a pie hasta su hogar de Santiago donde llegó el domingo primero de abril a las cuatro de la tarde, teniendo la gentileza de venir a saludarme antes de abrazar a sus familiares.
Nosotros nos quedamos en el Valle Nuevo y en esa noche del martes todo parecía indicar que dormiríamos tranquilamente. El cielo encapotado sostenía la temperatura a 8 °C. Habíamos conseguido con el encargado que nos facilitara para esa noche las dos estufas de petróleo que existen allí, y con cinco litros de este líquido en cada aparato de calefacción, nos dispusimos a dormir varias horas para reponer las fuerzas gastadas en la dura jornada de ese día.
Yo, que tenía tan sólo una frazada, me coloqué de tal modo que la cabeza casi tocaba una de las estufas y los pies la otra: hasta las dos y media de la madrugada gocé de un sueño ininterrumpido. A esa hora me despertó el frío, pues las dos estufas se habían apagado, consumida su media carga de petróleo. Tiritaba como un azogado. Me levanté, pedí en préstamo al Dr. Jiménez un magnífico abrigo de fieltro que le sobraba y que colgaba de un clavo, y así protegido salí a leer el termómetro: tuve la agradable sorpresa de ver que la temperatura estaba en 2 °C bajo cero. Llamé en voz alta al Dr. Bueno para que viniera a comprobar la lectura; así lo hizo, y regresamos juntos a la casa para comentar con el Dr. Jiménez el registro obtenido. El cielo estaba limpio, sin una nubecilla que lo enturbiara y la luna brillaba como nunca la había visto en Santiago. Los pinares se veían con tal claridad que bien pudieron haberse fotografiado con una exposición larga.
Me senté en el sillón rústico, pues el forro del catre estaba intensamente frío. Envuelto en la frazada y protegido por el abrigo de fieltro, entré en buena y templada temperatura, durmiéndome de nuevo. Algún tiempo después volví a despertar, miré el reloj y eran las tres de la madrugada. No había dudas de que la temperatura había bajado más aún. No podía estar quieto en el sillón y decidí salir a pasearme fuera de la casa, pues el movimiento permite soportar mejor el frío. Fui a leer el termómetro y casi me caí de la sorpresa al ver que marcaba 3 1/2 °C, bajo cero. Llamé a todo pulmón a los doctores Jiménez y Bueno para que vinieran a comprobar la temperatura marcada. El Dr. Jiménez, bajo sus frazadas, sólo dijo: jun… El Dr. Bueno me contestó: Dr. Lithgow, con su palabra me basta, si abandono mis frazadas me mata el frío.
Como la noche anterior, me fui a la fogata de los peones. Habían formado una circunferencia alrededor del fuego, no dejando espacio para otro muerto de frío, y dormían apaciblemente bajo la caricia del calor de los leños que ardían: no me atreví a turbar su sueño. Regresé a la casa, y por indicación del Dr. Bueno saqué a la galería la jofaina por mitad de agua para ver si amanecía congelada. Me senté de nuevo en el sillón sin esperanzas de conciliar el sueño. A mi lado roncaban como niños inocentes mis dos queridos compañeros, soñando quizás con sirenas y ninfas.
Las horas que me separaron del amanecer fueron largas, turbadas tan sólo por lo cuervos que abundan en esas lomas, y que el frío hacía quejar croando como ranas.
Amaneció, ¡por fin! Me levanté presuroso para caminar un poco, fui a ver la jofaina, y toda blanca, no me permitió ver nada en el primer instante, pues apenas amanecía con un ligero claror. La toqué con las manos, y maravilla!, el agua estaba congelada, hecha un bloque de hielo más duro que el de todas las neveras. Esta vez entré en la casa como un turbión y quise hacer levantar a mis amigos, pero fue inútil mi insistencia.
Tráigase la jofaina aquí, fue la contestación de los doctores Jiménez y Bueno. Así lo hice y se conformaron con levantar ligeramente las frazadas para asomar un ojo, como cíclopes. Ya esto era más de lo que podía soportar mi alegría: hice que sacaran totalmente las cabezas, les cogí las manos e hice que tocaran el agua endurecida. Pero si no era necesario… rezongaban, al tiempo que de nuevo se perdían bajo las mantas de lana.
Me fui a la galería, con el cuchillo raspé trabajosamente hasta desprender el hielo hecho pedazos que se adhería como soldado a la jofaina, lo puse sobre el piso de la galería, y a la tenue luz del amanecer comencé a tomar fotografías estereoscópicas.
Me fui al arroyo; en el centro, el agua corría mansa, lentamente, como muerta de frío; en las orillas, cubiertas de hierbas, vi una apariencia rara, como si el agua se hubiera hecho blanquecina y sin brillo, como la manteca congelada. Toqué con las manos, y una capa de hielo cubría las orillas del torrente. Rompí el cristal, y entre mis manos saltaban como vidrios de ventanas. Tomé uno y a la carrera llegué a la casa para que mis compañeros lo vieran y lo tocaran como hacía el viejo santo desconfiado.
A poco salió el sol, puse un nuevo montón de pedazos de hielo sobre una piedra, y a contra luz tomé nuevas fotografías estereoscópicas: los pedazos de hielo brillaban como diamantes.
Los incrédulos quedan invitados: las fotografías estereoscópicas que dan a las cosas apariencia de realidad, están a sus órdenes. Quiero que las vean para que conozcan las maravillas de nuestras lomas, para que aprendan a querer a nuestra tierra natal, para que el alpinismo haga sus conquistas entre esa juventud vigorosa que ignora todo el caudal de sanas sensaciones que se recogen en las cumbres vigilantes de nuestros picos. ¡Ay!, si yo fuera Presidente de la República sería un curioso dictador; que quiere un lamido petimetre conocer las playas de la costa azul y de los Estados Unidos?; encantado. Pero si desea obtener el permiso para ese viaje, le exigiría conocer tres puestas -de sol en el Pico Trujillo, tres amaneceres en La Pelona y tres dormidas que lo mataran de frío en la inhospitalaria cumbre del Monte Tina. Si quedare vivo, si el pelo siguiere soldado por la tarvia y le quedaren ganas… gustoso le firmaría el pasaporte.
Pero volvamos a nuestro amanecer del Valle Nuevo, pues me he ido lejísimo y olvidaba que mis compañeros están aún dormidos, rebujados bajo sus frazadas.
El cielo estaba limpio, sin una nube que viniera a curiosear sobre nuestras cabezas o a informarse de como habíamos pasado el medio botón de esa noche. El Dr. Bueno me invitó a que subiéramos de nuevo al Alto de las Piedras, pues la tarde anterior olfateamos cosas dignas de verse, cuando bajábamos del Pico del Valle Nuevo. Hicimos la ascensión y como esperábamos, desde la cima se ven espléndidos panoramas. Hacia el este y viéndose muy cerca, el Pico del Valle Nuevo bajo el sol parecía un volcán que hacía su erupción con brillantes encendidos. Hacia el oeste, el Valle de Túbano a nuestra izquierda; el Pico Trujillo con sus gigantes camaradas a nuestro frente; el Valle de Constanza a la derecha. Todos vinieron a Santiago en el fondo oscuro de nuestras cámaras fotográficas.
Ese miércoles, 28 de marzo, salimos hacia Constanza a las diez y cuarto de la mañana, llegando al poblado a las tres de la tarde.
Los mulos estaban fatigados y sin fuerzas, pues la comida es muy escasa en el Valle Nuevo. Decidirnos pasar el próximo día, jueves, paseando por el Valle de Constanza a pie, mientras los mulos comían a su gusto cogollos de caña. Sería sana previsión del que va al Valle Nuevo, llevar maíz en granos para los mulos.
El jueves 29 de marzo, nos levantamos temprano y comenzamos a caminar a pie por la llanura. Fuimos al chorro, pequeña caída que hace el río Constanza después de haber recibido la contribución modesta del arroyo Pantuflas, el arroyo que surte de agua potable a Constanza. Siguiendo el curso de dicho río, del Constanza, llegamos al salto, catarata muy hermosa de varios metros de elevación y de bastante caudal. Las aguas no caen verticalmente como lo hace el Jimenoa, sino que se deslizan por una pendiente muy inclinada de más de cuarenticinco grados. Se forma un amplio remanso donde se puede nadar a gusto. El agua estaba fresca, a 16 °C.
Seguimos después por la parte más occidental del valle, ascendiendo a las once y media al Cerro de Maldonado. Desde aquí la vista es espléndida, y tomamos fotografías de la llanura y del poblado por entre las ramas de los pinos. Regresarnos a nuestras casas cerca de las dos de la tarde. Como a las tres y media tomamos el camino de La Culata, que desde Constanza parte hacia el norte. Caminamos algunos kilómetros para retornar abordando los gajos (pequeñas colinas al norte del poblado) por su parte de atrás. Allí pasamos la tarde, charlando, tomando el fresco y haciendo fotografías estereoscópicas y panorámicas. Cuando desde los gajos miramos hacia el sur franco, la loma que nos queda al frente es Madre Vieja, que forma un marco encantador. Si la vista sigue el firme hacia la derecha, termina por encontrar la singular silueta del Culo de Maco; si el firme es seguido hacia la izquierda, el último y más alto de los picos, es el del Valle Nuevo o de la Sabana Alta.
Esa tarde hablamos largo con el francés, figura legendaria en los anales de Constanza. Merecería un libro su vida pintoresca. Nació en La Vega, en humilde cuna, de sangre pura dominicana. A los 13 años pasó a Constanza, de donde no ha salido más, y tiene ya sesenta años. Si ha perdido su nacionalidad en la voz del pueblo, es porque arrastra ligeramente la lengua al pronunciar la “r”, y a la gente le dio por entender que así hablan los franceses. Tres veces síndico municipal, tuvo el honor de trazar las primeras calles del poblado. Por largos años fue el encargado de la Oficina Meteorológica. Colector de plantas, recogió gran cantidad de las plantas que dieron lustre al nombre del gran botánico Türckheim. Actualmente es presidente de la Junta Comunal del Partido Dominicano. Con todos estos títulos, ¿quién puede dudar de la personalidad del francés? Pero por encima de todos esos brillantes honores, admiro principalmente al francés porque es el guía más sabio de todas esas regiones. Nos dimos cita para una próxima ascensión al Culo de Maco y al Monte Tina. Todo el que vaya a explorar esas lomas, sería imprudente si no pidiera consejos al francés, pues sus conocimientos son valiosísimos en esas locas jornadas de alpinismo.
Hicimos las cargas esa misma tarde, pues el Dr. Jiménez nos urgía a salir bien de madrugada el viernes. Nos levantamos a las cuatro y media de la madrugada y a las seis y cinco minutos dábamos las primeras espoleadas a los mulos.
El día estaba muy nublado amenazando lluvia. Las manos pasaron la mañana ateridas. Como a la una comenzaron a disiparse las nubes, y al llegar a Paso Bajito el cielo quedó limpio. Abordamos el descenso de la Loma del Barrero y al pasar el corte de Nigua apareció ante nuestras miradas la más hermosa vista del enorme Valle de la Vega Real.
A mi derecha, en un rincón de la llanura, estaba La Vega, en donde un vientre se rasgó generoso en mi holocausto. La mirada recorrió presurosa todo el confín del horizonte hasta posarse huraña en la cumbre de Diego de Ocampo; pero no estaba sola, a su lado un violento latido de mi corazón la acompañaba, para decirle que al pie de ese monte tengo un cofre que guarda mis joyas queridas.
Desde entonces, el recuerdo del hogar se hizo paleta que con sus colores brillantes cubrió toda otra imagen. Me dicen, que carga de poco precio, ocupamos la cama vacía de un camión en Jarabacoa. La vista de las primeras casas de Santiago comenzó a volverme a la realidad. Las amarguras de la lucha del diario vivir aparecían una a una.
La conciencia surgía de las brumas como se sale de un sueño que ha durado siete días, vivido en un país de maravillas.